Había sido un trayecto normal para el Chapa 03 aquel martes 13 de septiembre de 2011. Eso recuerda José Luis Errante, el maquinista de la formación del Sarmiento que terminó impactando con un colectivo de la línea 92, en el momento en que cruzaba el paso nivel de la estación de Flores, con la barrera a 45 grados y la luz de prohibición de paso todavía encendida. Murieron 11 personas y hubo más de 200 heridos, entre ellos el propio “látigo”, como lo llaman sus compañeros.
Por la cantidad de muertos y heridos, se convirtió en el peor accidente ferroviario en casi 50 años en la Ciudad, hasta la tragedia de Once. Desde su casa en Ramos Mejía, rodeado de su familia y amigos se anima a contar por primera vez las consecuencias físicas y psicológicas que aún acarrea. Desde aquella mañana no volvió a conducir una formación. Continúa en el ferrocarril, pero en tareas pasivas. Su padre y sus tíos, también fueron maquinistas, pero reconoce que es un trabajo cada vez más tensionante.
“En mis 15 años de servicio, cuento unas 26 o 27 víctimas fatales, la mayoría por suicidios, y más de 200 heridos graves. Eso no te lo olvidás más”, dice Errante. La mayoría de los conductores pasan por esa situación y contabilizan ese promedio en su historial. Cada vez que hay un accidente con muertos, requieren asistencia psicológica, paran unas 48 horas y vuelven al trabajo con una carga importante: “No conozco un maquinista que se haya jubilado y hoy no padezca una afección cardíaca, trastornos del sueño o de la conducta por irritabilidad, por ejemplo”, remarca.
“Nunca hubiera podido evitar el choque, pero uno siente culpa. No es que sentís que el tren mata, lo que siento es que yo mato y eso le pasa a todos los motorman”, recuerda. “Mi familia estuvo muy mal con esto; hubo que contener a mi nena, que en ese momento estaba en la escuela, y evitaron decirle que su papá estaba en terapia intensiva”, agrega. Hoy su hija ya sabe que su papá estuvo atrapado casi tres horas entre los hierros retorcidos.
Errante salió de allí gracias al equipo de rescate, al que estará “eternamente agradecido”. “Soy muy creyente y me aferré a la virgen. Pero pensé que no sobrevivía”, recuerda. Pero todavía tiene la ilusión de encontrarse cara a cara con Claudio, el bombero que lo rescató. “Fue él quien le insistió a los médicos que no me amputaran el brazo; les prometió que en 10 minutos me sacaba. Y me sacó”, destaca.
Pesadillas. Hoy, este hombre flaco y alto (de allí su sobrenombre “látigo”) volvió al tren pero con tareas más pasivas. Ese día se fracturó la cadera izquierda, sufrió un profundo corte en el tobillo y un golpe en la rodilla, que aún hoy lo aqueja; pasó más de tres meses en una cama ortopédica y más de 300 días con rehabilitación.
Convivir con ello no es fácil: “Los únicos que pueden comprender esto son los conductores que alguna vez tuvieron la desgracia de haber arrollado y matado a alguien. Yo me pregunto cuántos pueden superar las dos víctimas. Nosotros tenemos que seguir trabajando con más de 25”, se queja.
En ese contexto, es frecuente que aparezcan “las pesadillas, los miedos y las enfermedades crónicas, como problemas cardíacos, presión arterial alta, úlceras, trastornos del sueño, trastornos de conducta, depresión y diabetes. El 90 por ciento de los conductores de tren sufrimos estrés post traumático. Todos los maquinistas soñamos con que vamos a tener un accidente fatal. A mí me pasó mil veces y con más frecuencia después del choque; también empecé a tener insomnio, palpitaciones y la sensación de que no iba a soportar el nivel de tensión diario. Cada vez que iba al trabajo pensaba ‘ojalá que hoy no sea el maldito día en que me muera de un infarto’,” apunta.
Si bien no quiere hacer referencias puntuales a los últimos accidentes de Once confiesa que se enoja cuando escucha comentarios sobre la mala intención de los conductores: “Nadie sale al trabajo a matarse ni matar gente”, justifica. Sin embargo, admite que “un maquinista de tren no se puede permitir un error ni puede pretender que le dejen pasar una falta”.
Juicio y carrera. Más allá de que Errante no haya tenido ninguna responsabilidad en el accidente, todavía tiene una causa abierta por homicidio culposo. En la misma situación se encuentra el motorman del tren que venía en sentido contrario. No le desvela ese asunto, le preocupa más que su hijo siga con la misma pasión familiar: “Tiene 23 años y es pre-conductor; por un lado me gusta que quiera estar ahí, por otro lado, no quiero saber nada”. Mucho menos su mujer, que después del accidente ve cómo las consecuencias físicas y psicológicas de su marido siguen siendo palpables.
A la pregunta si piensa seguir trabajando en el ferrocarril el día que se jubile responde “No sé. Si puedo colaborar, lo haré, pero pienso hacer una vida más tranquila”. Elija lo que elija, “el látigo”, muestra un indicio: está estudiando la tecnicatura en Tecnología Ferroviaria que se dicta en la Universidad Nacional de San Martín. “Ya me queda poco para el título”, confiesa con orgullo.