Siendo un joven príncipe, don Pedro de Portugal (1320-1367) se enamoró de Inés de Castro (1325-1355), “un milagro de hermosura en aquel siglo”, una doncella gallega de blanca piel y ojos azules que de pronto se convirtió en amante, esposa, amiga y compañera, además de madre de sus cuatro hijos. Juntos formaron una de las leyendas de amor más trágicas y hermosas de la historia portuguesa.
Inés, nieta del rey de Castilla, pasó una infancia privilegiada en el palacio del duque de Peñafiel, donde estuvo en contacto con poetas y artistas. Entabló luego una estrecha amistad con la hija del duque, Constanza Manuel de Villena, quien la eligió como dama de compañía en su viaje a Portugal para casarse con Pedro, el hijo del rey portugués Alfonso IV. Don Pedro conoció a Inés en la víspera de su boda con Constanza, y quedó hechizado.
La boda de don Pedro y doña Constanza se celebró, como era de esperarse, pero Inés se convirtió en la amante secreta del príncipe. O no tan secreta. Alfonso IV molesto por el amor adúltero de su hijo, decidió enviar a la joven al exilio, desde donde ella siguió enviando y recibiendo cartas de su amado. Un año después Constanza murió en el al dar a luz a su segundo hijo y de esta forma Pedro se vio libre de aquel matrimonio de conveniencia para legalizar su amor con Inés.
Degollada frente a sus hijos
Alfonso IV pensó en casar a su hijo con otra princesa, en lo posible castellana, pero Pedro no solamente desobedeció, sino que se casó secretamente con Inés, un secreto que no se pudo ocultar durante mucho tiempo. Dominado por la ira, el rey ordenó a su guarda encontrar y degollar a Inés, proclamándola un peligro para el reino. “Encargó a tres cortesanos suyos, llamados Pedro Coelho, Diego López y Álvaro González, para que fuesen a Coimbra, donde residía doña Inés, y la asesinasen”, cuenta el historiador Carlos Fisas. “Así lo hicieron en presencia de los hijos de la infortunada”. La degollaron sin piedad y enterraron su cuerpo en la iglesia de Santa Clara.
Desde entonces, don Pedro manifestó un odio mortal hacia su padre y emprendió una lucha que provocó sangrientos enfrentamientos y dividieron el reino portugués. Dos años más tarde, en 1357, con Alfonso IV en su tumba, don Pedro se convirtió en el rey y en su primer acto de gobierno ordenó ejecutar a los asesinos de Inés, como dicen las crónicas de su época: “Vengó don Pedro su saña con un castigo horrendo, pues estando vivos les hizo sacar los corazones al uno por los pechos y al otro por las espaldas y después mandó quemarlos...”.
Pero el rey fue más lejos: ordenó desenterrar a su amada Inés para convertirla definitivamente en la reina. “Con la cabeza cubierta con un espeso velo escondía las cuencas sin ojos y los dientes brillantes sin labios de la difunta. Una mano fue colocada, casi descarnada y corroída, sobre lo que había sido la rodilla de doña Inés”, cuenta un historiador. “Cuando todo estuvo instalado empezó la ceremonia. Sentado el rey en su trono, teniendo a su derecha el trono de doña Inés y en presencia del príncipe heredero, los cortesanos fueron pasando uno a uno ante el cadáver y besándole la descarnada mano”.
“Un gran silencio invadía la estancia, sólo alterado por el ruido de los pasos. En silencio, sin atreverse a levantar los ojos al rey, los cortesanos desfilaron rindiendo honores reales al cadáver de doña Inés, sobre cuya cabeza brillaba la corona. El rey, también silencioso, observaba el desfile intentando adivinar un movimiento de rechazo en alguno de los cortesanos. Pero no lo hubo. En parte por miedo, en parte por respeto al rey y en parte por admiración al amor profundo que representaba el acto, uno a uno los hombres de la corte besaron la mano de doña Inés”.
Don Pedro I reinó una década más y nunca se supo que se hubiera enamorado nuevamente. Al morir el rey, a la joven edad de 37 años, en enero de 1367, fue enterrado junto a Inés, como era su deseo. Hoy, las tumbas de Alcobaça, como las de Romeo y Julieta en Verona, pero de verdad, son destino de peregrinación de enamorados de todo el mundo. En lugar de colocar las tumbas una al lado de la otra, quedaron una en frente de la otra para que en el día de la resurrección se pudiesen levantar y caer en los brazos uno del otro.