“Come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago". Cuando Cervantes dibujó en la boca de su estrecho don Quijote el consejo para Sancho, allá por el 1600, las preocupaciones asociadas a la comida eran bastante más sencillas que ahora: el goloso temía engordar; el hambriento, perecer.
Pero hoy cada alimento parece esconder un enemigo agazapado. Mientras los padres huyen de la traicionera Escherichia coli y los vegetarianos buscan “sustitutos” de la carne, los científicos se ocupan cada vez más de los residuos de plaguicidas presentes en lácteos, granos, frutas y verduras: un mal bocado que inquieta a los grandes importadores, como la Unión Europea, Rusia y los Estados Unidos, pero parece no indigestar a las autoridades locales.
En mayo, la Cámara de Diputados santafesina elevó al Ejecutivo provincial un pedido de informes sobre la presencia de plaguicidas y otros residuos peligrosos en leche materna y en productos lácteos industriales como leche, yogur y postres destinados sobre todo a los más chicos. La solicitud se basa en estudios realizados por investigadores del Laboratorio del Medio Ambiente de la Universidad Nacional del Litoral, coordinado por la doctora en Química Argelia Lenardón, sobre muestras obtenidas en el Hospital de Niños de Santa Fe y un hospital zonal del norte de la ciudad.
En el 86 por ciento de esas muestras se halló al menos un plaguicida de alta toxicidad –algunos prohibidos– como heptacloro, aldrin, clordano, dieldrin, endrin y DDT. Según los expertos, los plaguicidas viven decenas de años en la tierra y se trasladan muchas veces con los vientos o son comidos por las vacas junto con el pasto, y así entran a la cadena alimentaria hasta llegar a la leche que se consume en los hogares.
Gusto amargo. Malezas, insectos, ácaros, gusanos, caracoles y hongos son algunos de los blancos preferidos de los plaguicidas, venenos con apellido (también se los llama “fitosanitarios” o “agrotóxicos”) que cuentan con ejércitos de defensores agropecuarios que invocan el uso y la dosificación responsables de las sustancias y el “período de carencia”. Esto último se refiere al tiempo que, en teoría, debe transcurrir entre la fumigación y la cosecha para que el consumo del producto no sea tóxico.
El problema es que estas buenas prácticas agrícolas no siempre se cumplen. “En algunos productores rurales hay un gran desconocimiento de la normativa vigente y de los plaguicidas adecuados para cada hortaliza o fruta”, explica la ingeniera agrónoma María Gabriela Sánchez, jefa del Departamento de Aseguramiento de la Calidad del Mercado Central de Buenos Aires. Y asegura: “También falta crear conciencia sobre los daños que puede causar en el medio ambiente, al acumularse en suelos y aguas, y sus efectos adversos en el ser humano, ya que muchos son cancerígenos”.
Otros apuntan a la acelerada expansión sojera del campo. “No es casual que la mayoría de las denuncias sean de las provincias de Córdoba y Santa Fe. Estas son las principales áreas productoras de soja transgénica, cultivo que ha provocado un aumento exponencial en el uso masivo de agrotóxicos”, asegura la bióloga y ecologista Javiera Rulli, miembro del Grupo de Reflexión Rural. En su último informe, la ONG investiga la relación de los plaguicidas con el aumento de casos de cáncer y malformaciones congénitas, lupus, artritis, púrpura, asma y alergias varias en las principales provincias sojeras. En el último año, dicen, se utilizaron en esas plantaciones unos 160 millones de litros de glifosato, un herbicida de amplio espectro y muy tóxico cuando está formulado.
El problema inquieta, y ni la espinaca se salva. Científicos de la Facultad de Ingeniería de la Universidad Nacional de Jujuy analizaron este año 37 muestras elegidas al azar, adquiridas en mercados de frutas y hortalizas y verdulerías de la ciudad de San Salvador de Jujuy. En todas ellas, los expertos hallaron residuos de zineb, un fungicida de uso masivo y de bajo costo muy utilizado en esa provincia. En el 17,1 por ciento de ellas, el tóxico superaba el límite máximo de residuo permitido en la Argentina, de 3 ppm (3 partes por millón) y el 93,55 por ciento superaba el rango fijado por la Unión Europea.
“Presenta efectos tóxicos agudos en humanos, como dermatitis de contacto, mareos y convulsiones”, explica la bioquímica Graciela Bovi Mitre, jefa del Programa de Detección de Residuos de Plaguicidas de esa facultad. Y añade: “Para la Agencia Internacional de Investigación del Cáncer, pertenece al grupo 3, no clasificable como carcinogénico para los humanos, a pesar de que los investigadores españoles lo denunciaron como tal”.
Poco control. La Agencia para la Protección Ambiental de los EE.UU. (EPA, por sus siglas en inglés) sostiene que la exposición dietaria a los plaguicidas ocurre a través del consumo de alimentos domésticos e importados que contengan residuos de estos químicos y de la ingestión de agua potable contaminada.
¿Quién controla estos excesos en la Argentina? En 2001, el Senasa creó el Sistema de Control de Productos Frutihortícolas Frescos (Sicofhor), cuya puesta en marcha estaba prevista en cuatro etapas, según se indica en su página web. Por ahora, sólo es obligatoria la primera, que es la identificación de los productos frutihortícolas frescos. La detección de químicos es la penúltima. Desde el viernes 29 de septiembre, PERFIL llamó siete veces al Senasa para ampliar la información y hasta envió un mail con las inquietudes a la casilla de prensa. Las respuestas llegaron por esa vía dos semanas después.
Uno de los pocos laboratorios del país preparados para detectar estos residuos tóxicos funciona en el Mercado Central de Buenos Aires, creado originalmente para ser epicentro controlador de las frutas y hortalizas de todo el país. Pero el sistema se desreguló en el ’92 y hoy se controla sólo un 20 por ciento de lo que se consume en la Ciudad de Buenos Aires y el Conurbano bonaerense. ¿Qué pasa con el resto de la mercadería? ¿Quién inspecciona? “No sabemos. Algunos mercados, como el de La Plata, implementaron sistemas de vigilancia: sacan muestras al azar y las mandan al Senasa para que las analice. Algo es algo”, lamenta la ingeniera agrónoma Sánchez, del Mercado Central. Y agrega: “En Córdoba y Río Cuarto están empezando a controlar, y también en el Mercado Fisherton de Rosario. Pero hay un problema grave: los recursos”.
—¿Cuánto cuesta montar un laboratorio apto para estos controles?
—Unos dos millones de pesos, que es el presupuesto anual para equipamiento y mantenimiento de nuestro laboratorio.
—¿Los productores pueden esquivar los controles?
—Técnicamente, sí. No es obligatorio mandar los productos a los mercados ni hacer estos análisis.
Los efectos de los pesticidas en los humanos son directos y pueden ser letales. El barrio Ituzaingó Anexo, de la capital cordobesa, es uno de los más complicados. Edificado sobre residuos industriales y con una población de 5.000 vecinos, cuenta actualmente con 200 vecinos enfermos de cáncer, mientras que 23 niños de la zona llevan en su sangre alfa hexaclorociclohexano, un poderoso pesticida prohibido en el país, según determinó un estudio realizado en marzo último por la Dirección de Ambiente de la Municipalidad cordobesa. Durante 20 años bebieron, lavaron y cocieron sus alimentos con agua contaminada con endosulfán y heptacloro –determinado por controles a los tanques de agua– y metales pesados como plomo, cromo y arsénico. Además, los vecinos luchan contra las continuas pulverizaciones que se realizan sin control en los campos de soja vecinos. “En el suelo se encontró malatión, clorpirifós, alfa-endosulfán y HCB”, detalla el informe.
La postal se repite en las poblaciones cordobesas de Monte Cristo, Mendiolaza, San Francisco y en las santafesinas San Lorenzo, San Justo, Las Petacas, Máximo Paz y Piamonte.
Hallazgo. Una investigación argentina publicada este año en la revista científica Breast Cancer Research determinó “asociaciones positivas entre niveles de pesticidas organoclorados en el tejido adiposo mamario y el consumo de grasa animal y pescado de río”.
El estudio fue realizado por el Laboratorio de Endocrinología y Tumores Hormonodependientes de la Facultad de Bioquímica y Ciencias Biológicas de la Universidad Nacional del Litoral. Los residuos de plaguicidas fueron encontrados en 76 mujeres que viven en Santa Fe y sus alrededores, no expuestas laboralmente a estos tóxicos, que fueron a hacerse biopsias por lesiones mamarias o tuvieron cirugías plásticas. “Esta gente incorporó el pesticida comiendo”, sugiere el estudio.
Entre las pacientes, 54 fueron diagnosticadas con carcinoma invasivo y 17 con patologías mamarias benignas. El 70 por ciento de ellas tenía una dieta rica en carnes rojas y embutidos. Se trata del primer reporte completo de la Argentina en cuanto a las concentraciones de residuos de organoclorados en mujeres de los últimos 30 años.