Para fines de 1993, Joni Mitchell estaba transitando lo que luego describiría como un momento "turbulento" de su vida. Se estaba separando de su esposo, el músico Larry Klein, iniciando una nueva, breve, relación con el cantante canadiense Don Freed y, por sobre todo, se sentía postergada. Ya no era la reina musical de los '70: la cruel industria discográfica la había puesto a un lado, en el cajón de las intérpretes folk del pasado.
En una entrevista con el Toronto Globe and Mail, publicada en junio del 2000, Joni recordó que, en algún momento, Freed le preguntó "cómo se sentía". La compositora de "Song for Sharon" le respondió: "subestimada".
"Mi trabajo estaba siendo rechazado mientras que el trabajo mediocre" de otros artistas era "aceptado y elevado sobre la base de la novedad y la juventud y, ya sabes, la especulación mercantil", le dijo Mitchell al reportero del diario canadiense.
Una de sus terapias para elevarse por sobre esa situación -seguramente incómoda para la mujer que ya tenía la corona de una de las compositoras más influyentes de la música popular norteamericana- era pintar. Una de las obras de esa etapa fue a parar a la portada de su álbum de 1994, "Turbulent Indigo".
La referencia a Van Gogh es obviamente obvia: Joni se sentía en ese momento en un lugar de locura neerlandesa con girasoles. Pero, "en lugar de cortarme físicamente la oreja, lo hice en una imagen: no soy tan estúpida", advirtió en la entrevista.
Pocos tiempo después, "Turbulent Indigo", producido por Klein, se llevó el Grammy al Mejor Álbum Pop, un premio que relanzó la carrera de Joni. El disco, por cierto, recibió una catarata de elogios, entre ellos los de la revista Rolling Stone, que lo apreció como el mejor álbum de Mitchell desde mediados de los '70.
¿Moraleja? Cuando se sienta postergado, subestimado o devaluado, tiene problemas románticos o está enojado por el éxito de otros (con o sin razón), no se corte una oreja. Pinte.