Corría 1856 y el escritor estadounidense Herman Melville transitaba uno de sus periodos de depresión: sus libros no se vendían tan bien como esperaba y se quejaba de dolores de cabeza. ¿La solución? Aconsejado por su esposa (algunos apuntan a su suegro), el “padre” de Moby-Dick salió de viaje a Europa y Medio Oriente, un periplo que incluyó una amarga visita a Jerusalén
Asombrosamente, uno de los libros que no estaba teniendo aceptación en ese momento era nada menos que la novela sobre la ballena blanca, que luego se transformaría en una de las grandes obras de la literatura universal.
Melville había tenido grandes sucesos de críticas y ventas con “Typee” (1846), que publicó cuando tenía apenas 26 años, y su secuela, “Omoo” (1847), pero desde entonces su carrera fue zigzagueante.
Para 1856, Herman ya no era el joven aventurero de los mares que había traducido sus propias experiencias en libros exitosos y prácticamente tenía decidido dejar de escribir.
En un ensayo sobre este periplo, el periodista Jeff Wheelwright cuenta que fue su suegro, el renombrado jurista Lemuel Shaw, padre de su esposa, Lizzie, quien “propuso y financió en gran parte” el viaje del escritor porque “se preocupaba, junto con todos en la familia, por la salud física y mental de Herman”.
Además de bellos países como Grecia e Italia, el trayecto incluyó una etapa en la entonces Palestina bajo control otomano, con paradas en Jerusalén y otras ciudades de fuerte contenido bíblico, como Jericó y Belén.
No era una elección al azar: para Melville, cuyo espíritu se encontraba en un momento de tribulación a causa del fracaso de “Moby-Dick”, se trataba de poner a prueba sus ideas marcadas a fuego por la influencia de su padre cristiano y, más que nada, su madre calvinista.
“Aunque la inclinación y la profundidad de sus convicciones religiosas se han debatido durante mucho tiempo, ningún crítico duda de que Melville estaba obsesionado con las implicaciones de la religión”, señala Wheelwright.
Por lo tanto, continúa, “Atenas, Roma y los otros lugares en su lista de cosas por hacer” durante su viaje “estaban todos muy bien, pero Palestina era donde el escritor pretendía poner a prueba su comprensión de la fe en el paisaje donde había surgido el judeo-cristianismo”.
Tras partir desde Estados Unidos el 11 de octubre de 1856, Melville -que pocas semanas antes hacía cumplido 37 años de edad- desembarcó en Glasgow y de allí marchó hacia Liverpool, donde su gran amigo y mentor Nathaniel Hawthorne se desempeñaba como cónsul estadounidense.
(Hawthorne estaba al tanto del estado de ánimo de su amigo tras el fracaso de “Moby-Dick”. En 1851, Herman le había escrito en una carta: “¿qué sentido tiene esforzarse tanto en algo tan efímero como lo es, por su propia esencia, un libro moderno? Aunque escribiera los Evangelios en este siglo, moriría en la miseria”).
Una Jerusalén de “polvo y moscas”
Después de ver a su amigo en Inglaterra, Melville embarcó hacia el Mediterráneo. Tras pasar por las islas griegas, exploró durante unos días Constantinopla, que en aquellos años era la capital del imperio otomano, “y se sintió muy estimulado -dice Wheelwright- por las mezquitas, fortificaciones, explanadas y barcazas” de lo que es hoy Estambul.
Alejandría, en Egipto, fue su primer contacto con el Medio Oriente propiamente dicho. Las pirámides, sigue Wheelwright, conmovieron al escritor norteamericano, quien dejó algunas confusas anotaciones en su diario sobre lo que, a su juicio, sería el origen de los monumentos.
Cuando finalmente llegó a Jerusalén, Melville se mostró -a diferencia de las pirámides- poco asombrado. Si no hubiera sabido de antemano que se trataba de la famosa ciudad, “podría no haberla reconocido: se veía exactamente como rocas áridas”, apuntó en su diario.
Melville, afirmó el autor estadounidense David Sugarman, “esperaba un lugar que se sintiera más cercano a Dios que la ciudad de Nueva York o Massachusetts, un lugar de alto sentimiento y espiritualidad”.
En cambio, especuló Sugarman en un artículo publicado en el periódico judío norteamericano Tablet, el creador de “Moby-Dick” encontró en Jerusalén “polvo y moscas”.
(“Para ser justos”, dice Sugarman, Jerusalén no era gran cosa en la década de 1850. Relatos de aquella época la describen con “poca infraestructura, corrupción terrible, falta de hospitales y ausencia de servicios sociales y orden”).
Varias entradas en el diario de Melville indican desilusión y disgusto: “el color de toda la ciudad es gris” y Jerusalén “te mira como un frío ojo gris de un frío anciano”, se lee en el diario de viaje. Luego se preguntaba: ¿será “la desolación de la tierra el resultado del abrazo fatal” de Dios?.
Evidentemente, Melville no estaba de humor como para apreciar su recorrido bíblico, la visita a los lugares que para los calvinistas como su madre eran el escenario de las sagradas escrituras, las únicas fuentes de autoridad religiosa de donde se desprende la doctrina.
Wheelwright recuerda que Melville viajó a Medio Oriente en una época en la que el interés por la Tierra Santa había renacido de manera dramática entre muchos intelectuales, incluyendo a viajeros como Mark Twain, el joven Teddy Roosevelt, Chateaubriand, Thackeray, Flaubert y Gogol.
“Esto no era un viaje de placer”, dice el artículo de Wheelwright. Aunque pobre, arenosa y prácticamente sin ley, “Tierra Santa garantizaba una aventura”.
Melville no acusó ese impacto, y se limitó a las amargas anotaciones en su diario. Sin embargo, dos décadas después, en 1876, publicó un poema épico titulado “Clarel: A Poem and Pilgrimage in the Holy Land” en el que, a través de un personaje ficticio, repasó sus dilemas religiosos.
Posiblemente el poema más largo de la literatura estadounidense con casi 18.000 versos (es más extenso que “La Ilíada”, por ejemplo), “Clarel” cuenta la historia de un joven seminarista del mismo nombre que el título del libro y cuya fe está flaqueando.
Llega a Jerusalén, “deambula entre los lugares sagrados”, resume Wheelwright, se hace amigo de otros tres estadounidenses y un inglés y Clarel se enamora de una chica norteamericana, Ruth, “cuyo padre puritano se ha convertido al judaísmo y ha trasladado a la familia a Palestina”.
Se trata de una obra que “no es para todos”, asegura el articulista. Mientras recorren el desierto, los personajes “discuten y cuestionan, sin ningún orden en particular, la razón y la fe, los giros y vueltas en la evolución del monoteísmo” y la tolerancia de Dios frente al sufrimiento humano.
“Clarel” se editó sin pena ni gloria en Estados Unidos. Melville disfrutó de un último suspiro de popularidad en Inglaterra gracias a un revival de sus novelas y publicó otros dos volúmenes de poesía (“John Marr and Other Sailors”, de 1888, y “Timoleon”, de 1891, basados en sus experiencias en el mar).
El 28 de setiembre de 1891 falleció en Nueva York por una enfermedad del corazón y fue enterrado en el cementerio Woodlawn, en el Bronx, acompañado por muy pocos obituarios en los periódicos.
Su viaje a Jerusalén y las ciudades bíblicas quedaría como una nota al pie, como una curiosidad cuando la estatura de Melville creció de la mano de la portentosa revalorización de “Moby-Dick”.
En Jerusalén, Melville se enfrentó a su propia teología, la mezcla de las enseñanzas cristianas y calvinistas de su padre y de su madre. En Tierra Santa exploró sus problemas para aceptar o rechazar la doctrina cristiana heredada mientras absorbía el darwinismo imperante en aquellos años.
O habrá sido simplemente, un caso “negativo” del Síndrome de Jerusalén, el particular ataque místico o brote de psicosis que afecta a tantos turistas que se ven abrumados por el peso histórico y espiritual de la región.
Publicado originalmente en IsraelEconomico (https://www.israeleconomico.com/cultura/la-amarga-visita-a-jerusalen-del-padre-de-moby-dick/).