Desde Sevilla veniste de la guerra
muy destrozado,
veniste, vos marido, desde Sevilla;
cuernos os han nacido de maravilla;
no hay ciervo en esta villa de cuernos tales,
que no caben en casa
ni en los corrales
(Seguidilla española,
recogida por Pedro Henríquez Ureña)
El del hombre que va a la guerra, arriesga la vida una y mil veces y regresa a casa lleno de cicatrices en el cuerpo y en el alma para descubrir que ya no hay hogar, ni mujer, ni hijos, ni amigos porque el olvido ha devorado a los suyos, es un viejo tópico de la literatura universal, en el que la historia de Ulises es apenas una variante ilustre del relato de la vida como viaje.
Viaje hacia los confines del sueño; a los meandros de la memoria o a los eriales del olvido; al improbable paraíso perdido de la infancia; a las páginas de un libro, a geografías remotas o al reino sin límites de la muerte.
Por eso estar vivo consiste, ante todo, en hacer siempre renovados preparativos de viaje. Del relato de esos viajes, reales o inventados, está hecha la gran poesía de todos los tiempos. Aunque, más que de viajes, debemos hablar de peregrinaciones en busca de algo o de alguien anhelado y por eso mismo inasible.
La historia de Ulises es solo una variante ilustre del relato de vida como viaje
A esa condición pertenecen los viajes del Dante a los claroscuros del cielo y el infierno; los de los místicos de todos los tiempos en busca del rostro de Dios; los de Shakespeare a las tinieblas del corazón humano; los de Cervantes a la urdimbre de quimeras heredadas de los árabes; los de Borges a su mapa de espejos y laberintos o los ya mencionados de Odiseo hacia una Ítaca forjada a la medida de sus ansias.
La poeta norteamericana Louise Glück (Nueva York, 1943), ganadora del Premio Nobel de Literatura en 2020, es heredera de esa tradición. Su libro “Noche fiel y virtuosa” (“Faithful and Virtuous Night, 2014), condensa en gran medida la esencia de su obra. Concebido como un arco que va de los descubrimientos de la infancia a la vislumbre de la muerte propia y ajena, su título mismo sugiere de entrada los equívocos de toda vida, tramada sobre un juego de espejos que devuelven siempre imágenes imprecisas. La frase Noche fiel y virtuosa es el resultado de la confusión generada en una mente infantil por la percepción errónea de un relato leído por su hermano sobre el rey Arturo y sus caballeros de la mesa redonda. En realidad la frase es Faithful and virtuous Knight. La confusión no es gratuita: para la poeta, la existencia toda es un malentendido de principio a fin. Nunca expresamos con precisión lo que pretendemos decir y nunca comprendemos con exactitud lo que nos dicen. La poesía es un intento de corregir esa imperfección. En ese intento, “Parábola”, el poema que abre el libro, es una declaración de principios:
(…)Tras renunciar en primer lugar a las posesiones mundanas, como enseña san Francisco,
a fin de que nuestras almas no se vieran distraídas
por la ganancia y la pérdida, y a fin también
de que nuestros cuerpos tuvieran la libertad de desplazarse
fácilmente por los pasos montañosos, tuvimos después
que debatir
hacía qué lugar o por dónde viajaríamos, siendo la
segunda pregunta
si debíamos tener un propósito, en contra de lo cual
muchos de nosotros defendimos con uñas y dientes que
tal propósito
equivalía a las posesiones mundanas, esto es, que suponía
una limitación o restricción,
mientras que otros dijeron que esta palabra nos
consagraba
como peregrinos en lugar de trotamundos: en nuestra
cabeza, la palabra se traducía
como un sueño, algo que se busca, de modo que si nos
concentrábamos la veríamos
resplandecer entre las piedras, y no
pasaríamos por delante sin verla; (…)
(Página 9, en la traducción al español de la edición bilingüe de la editorial Visor)
La renuncia, la libertad, el sentido de la peregrinación y las revelaciones, en ese orden, aparecen de entrada como santo y seña de lo que será nuestro recorrido -nuestra propia peregrinación- a través de los cuarenta y nueve poemas, algunos de ellos en prosa, que conforman el libro.
Bien sabemos que toda palabra es metáfora. Es decir, puente, puerta y ventana que se abre hacia los misterios del universo: los de adentro y los de afuera. Por eso es clave fijarse en los títulos de los poemas, ninguno de ellos puesto al azar. Aparte del que lleva el título de “Parábola”, aparecen, no necesariamente en ese orden: “Una aventura”, “El pasado”, “Una teoría de la memoria”, “Visitantes de fuera”, “Paisaje aborigen”, “Utopía”, “La ventana abierta”, “Cercanía del horizonte”, “El relato de un día”, “El caballo y el jinete”, “Interrupción prematura de un viaje” y “Un jardín de verano”.
La renuncia, la libertad, el sentido de peregrinación, la revelación, en ese orden
Todos, cada uno a su modo, implican la idea de viaje. Ya se trate del viaje interior de los iniciados o del viaje sin tregua de los aventureros. En el poema titulado “Visitantes de fuera”, el viaje funciona como un llamado que puede venir del más allá:
Algún tiempo después de haber entrado
en esa época de la vida
que la gente prefiere mencionar en los demás
pero no en ellos mismos, en mitad de la noche
sonó el teléfono. Sonó y sonó
como si el mundo me necesitara,
aunque en realidad fuera a la inversa.
Me quedé en la cama, tratando de analizar
el sonido. Tenía algo
de la persistencia de mi madre y de la turbación
dolida de mi padre.
Cuando descolgué, no había nadie al otro lado.
¿O es que el teléfono funcionaba y al otro lado había un
muerto?
¿O es que no era el teléfono, sino quizás la puerta?
Da igual. A través de teléfonos o puertas los muertos se agitan, nos llaman desde lo más hondo de nuestra memoria, que es también la suya. Son los fantasmas que asedian a los guerreros de Homero o los espíritus que merodean en las tragedias de Shakespeare. ¿O preferimos llamarlos culpas para escapar al desasosiego que produce lo inefable?
Estos poemas da Louise Glück están tejidos con materiales sutiles, invisibles a veces. Cada palabra es lazo que sujeta la urdimbre y despliega ante el lector la materia de que están hechas las obsesiones, los recuerdos, las ilusiones fallidas. De ahí la necesidad de un copista que sostenga en vilo el mundo. Así lo dice el poema “Cercanía del horizonte”:
Una mañana me desperté incapaz de mover el brazo derecho.
Había sufrido, periódicamente, dolores considerables
de ese lado, en el brazo con que pintaba,
pero en esta ocasión no había dolor.
A decir, verdad, no sentía nada.
Mi médico llegó en menos de una hora.
Inmediatamente se planteó la intervención de otros médicos,
diversas pruebas, intervenciones…
Eché al médico
Y en su lugar contraté al secretario que transcribe estas notas,
cuyas habilidades, estoy seguro, bastan a mis necesidades.
Se sienta a la cama con la cabeza gacha,
Posiblemente para evitar que lo describa(…)
Por supuesto, el secretario es la propia poeta que se narra a sí misma, hablándonos desde una voz masculina, porque esa es otra de las virtudes de sus poemas: la de configurar un coro de voces que se remiten a estados de ánimo, a momentos de la infancia, la juventud o la vejez; al ámbito de las certezas o de las sospechas, a modos de sentir propios de lo femenino o lo masculino. A la multiplicidad del mundo, en suma.
La literatura nos enseña que no vivimos entre cosas sino entre nombres de las cosas
El murmullo de las cosas
La literatura nos enseña que no vivimos entre cosas, sino entre nombres de cosas. La piedra no es tal hasta que se le nombra. De ahí el permanente estado de asombro de los niños: cada objeto o criatura descubierto es una palabra nueva que se suma a su diccionario y amplía el tamaño del universo. El poeta comparte con el niño ese estado en el que las percepciones nuevas no cesan. Louise Glück lo dice de esta manera en el poema “Cornualles”:
Una palabra cae en la neblina
como la pelota de un niño entre la hierba
donde se queda seductoramente
centelleando y brillando hasta que
comprobamos que los destellos dorados
resultan ser simples ranúnculos.
Palabra/neblina, palabra/neblina: así era yo.
Y sin embargo, mi silencio nunca fue total…
La belleza y el misterio de la imagen son incontestables: una palabra como la pelota de un niño que cae entre la hierba. Razón tenía el filósofo Ludwig Wittgenstein cuando intuyó que la poesía era el único lenguaje capaz de acercarnos a la esencia de la realidad. Heredera de una tradición que pasa por poetas como A.Tennyson, W.H. Auden, Emily Dickinson, William Carlos Williams y Robert Frost, para mencionar sólo a cinco, Glück sabe lo suficiente del riesgo de acabar encandilado por el resplandor de las palabras, no vaya a ser que la conduzcan hacia el despeñadero. Por eso las sopesa, las interroga y las contempla desde todos los ángulos en busca de posibles trampas. Sólo entonces se decide por las que va a utilizar: siempre existirá el riesgo de que terminen traicionándola, como a esos poetas hechizados por su propia pirotecnia verbal. Una muestra de ello es la segunda estrofa del poema titulado “El relato de un día”:
Al poco me encontraba
sentada a la estrecha mesa; a mi diestra,
los restos de un pequeño tentempié.
El lenguaje me llenaba la cabeza, una euforia desenfrenada
alternada con una profunda desesperación…
Pero si la esencia misma del tiempo es el cambio,
¿cómo puede algo convertirse en nada?
Esta era la pregunta que me hacía.
Todos los elementos están dispuestos ante la mirada del lector como la puesta en escena de una obra de teatro: la mesa, el refrigerio, el estado de ánimo de quien narra y sólo al final la pregunta clave, la que sólo el lenguaje del poeta puede tratar de responder. Nada ni nadie podrá garantizar que lo consiga, pero un poema, acaso un verso bien logrado, será prueba suficiente de que lo ha intentado.
Como siempre sucede con la buena poesía, al final resulta que la gran protagonista de toda la trama de Noche fiel y virtuosa es la muerte. Después de todo, el acontecimiento más importante en la vida de una persona es su propia muerte. Lo demás son anécdotas: sublimes o terribles pero, en últimas, asuntos pasajeros. La muerte es el dato que cierra el círculo y le da sentido a la vida, suponiendo que tenga alguno. Es nuestro “Paisaje aborigen”:
Estás pisando a tu padre, dijo mi madre,
y en efecto me encontraba justo en medio
de un parterre de hierba, segado tan pulcramente que
podía haberse tratado
de la tumba de mi padre, aunque ninguna lápida lo indicara
“Ando sobre rastrojos de difuntos”, escribió Miguel Hernández en su “Elegía”, tributo a la memoria a Ramón Sijé. Y así vamos todos: pisando las huellas de quienes nos precedieron hasta que, en una mañana luminosa o en una noche de tormenta, nos disolvemos en ellos hasta hacernos parte de esa conjugación perfecta de todo y nada que nos contiene. Siempre vamos pisando a nuestros padres como un día alguien nos pisará. Ese es uno de los muchos sentidos de la “Parábola” que abre este libro de Louise Glück, comienzo y epílogo de un drama siempre renovado:
Al leer lo que acabo de escribir,
me parece ahora
que me detuve precipitadamente,
por lo que mi historia
parece estar
ligeramente distorsionada, al acabar,
como hace, no
abruptamente
sino en una especie de neblina artificial, como la
que se usa en un escenario,
para un cambio difícil
de decorado.
De modo que al final la vida se reduce a eso: al viejo y conocido cambio de decorado cantado por poetas y juglares de todos los tiempos, desde el “Nada nuevo hay bajo el sol” del poeta bíblico. Es durante ese cambio de decorado cuando se produce la ligera distorsión que perturba a Glück y a los de su estirpe. La misma distorsión que alienta desde el mismo título de “Noche fiel y virtuosa”.
Publicado originalmente en la revista Cola de Rata