Si en Europa todos los caminos llevan a Roma, podríamos decir que en Auckland, todas las calles conducen a Nápoles. Es que la heladería Giapo, en el downtown de la mayor ciudad de Nueva Zelanda, es el único lugar en donde hay cola de turistas y locales durante todo el año. Sus dueños, Annarosa y Gianpaolo, son napolitanos, vinieron hace 16 años y se quedaron de casualidad. Ella es farmacéutica, él, licenciado en economía y nadie en su familia había sido heladero. Sin embargo, venden un promedio de 14 mil helados por día y quebraron toda la lógica en materia de helados. Los de ellos combinan chocolate con papas fritas, tomates con leche de búfalo o almendras con papas. Por supuesto, todas las materias primas están trabajadas con una química minúscula, y los resultados son deliciosos, impensados. En la cocina de donde salen todas sus locuras heladas un cartel implora “don´t be normal” (“no seas normal”), una regla que cumplen con disciplina.
Estamos en Britomart, la nueva zona cool que puso en valor el puerto enlazándolo con el Distrito Financiero. Aquí está la mayor joyería del país, en la que los empleados -con guantes de cuero- esperan que entre alguien para venderle un diamantes de NZ $ 5.000 neozelandeses. Los muelles de Britomart están llenos de barcos y restaurantes que compiten por las vistas de las bahías del Golfo de Hauraki. La gastronomía hace honor a una constante en todo el país: los platos de la huerta a la mesa, las ostras Kaipara y el cordero asado.
Un día de sol podría acercarse a la terminal de ferris y llegar en 30 minutos a la isla Waiheke, que tiene 27 bodegas y es el rancho cool para pasar el fin de semana. Waiheke tiene lindas playas, un centrito comercial y el hermoso acento de los argentinos que la eligieron para vivir ahí, 950 compatriotas. En cualquier momento se cruzará con alguno y créame que se abrazarán como si se conocieran de antes. Luego, antes de que caiga el sol, vaya a tomar el ferry de regreso que zarpa desde la Bahía Matiatia.
De vuelta en Auckland, piérdase un rato hacia el oeste, por la zona que se conoce como Viaducto, que conecta con el barrio Wynyard. Aquí se replica el mismo fenómeno urbanístico de siempre: la varita mágica llegó a los galpones desvencijados y nacieron 9 restaurantes, muchos bares, una plaza y un tranvía que recorre 1 kilómetro y medio. Quédese por ahí hasta que las lamparitas reanimen el horizonte con colores.
Cuando desande sus pasos y regrese al centro, mire hacia el cielo hasta que los rascacielos se abran y emerja la imponente torre de 192 metros que se llama Sky Tower, tan hermosa de lejos como temeraria de cerca: desde la cima saltan como cóndores con arnés los amantes de la caída libre. Si prefiere dejar el vértigo para su próxima reencarnación, vaya directo al casino o a los 20 restaurantes.
¿Y ya está todo? No, claro que no, porque falta una tarde entera en el Museo Memorial de Guerra para conocer la gesta de los maoríes; caminar sin prisa por Albert Park; y estremecerse con el Haka de los All Blacks en Eden Park.
Ya sabe que lo mejor siempre es ir, y volver para contarlo.
Mónica Martin