Podría decirse que en Milán todos los caminos llevan a Leonardo Da Vinci. Para empezar, porque el genio del Renacimiento italiano cayó en la corte de los Forza como niño mimado de Ludovico El Moro y dejó por aquí y por allá varias muestras de su estadía de 20 años en el norte de Italia. La más contundente es La última cena, el mural que hace peregrinar a millones de turistas hasta la iglesia Santa María delle Grazie. Pero también está el sorprendente Museo Nacional de la Ciencia y de la Técnología, con todas las maquetas de madera de los inventos de Leonardo. Hablando de ilustres, Giuseppe Verdi también eligió Milán como su lugar en el mundo y, aunque el principio se quejaba de cómo “arruinaban sus obras” terminó estrenando varias óperas en la Scala, el gran teatro lírico que suele iniciar sus temporadas el 7 de diciembre.
Si lo tienta la grandeza, arranque con un circuito sacro que debe iniciarse en el Duomo, la tremenda Catedral gótica que planearon los Visconti y que concluyó el mismísimo Napoleón Bonaparte 400 años más tarde para reforzar su megalomanía: allí se proclamó “¡Rey de Italia!”, en 1805. Entrar cuesta 2 euros y 13 más subir en ascensor a la terraza, el mejor mirador de la ciudad. Pero la planta baja también es deslumbrante: vitrales de colores, 52 pilares, 3.500 estatuas, la pila donde bautizaron a San Agustín y hasta un clavo de la Cruz de Cristo.
A la hora del arte, barra cinco siglos de pintura italiana en La Pinacoteca di Brera, en donde se exhibe Lamentación sobre Cristo muerto, el mejor cuadro de Andrea Mantegna.
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Cuando pregunte dónde hacer compras, todos le indicarán cómo llegar a la Galería Vittorio Emmanuel II, con una bóveda de cristal que enmudece y unos precios que dejan sin aliento. Si en cambio alguien descubre que es argentino, le dirán dónde hay un mercatini, los mercadillos que están por toda la ciudad y ofrecen de todo. Son recomendables para los viajeros curiosos que amen revolver y encontrar carteras, zapatos, ropa y antigüedades por unos pocos euros.
Pero le dije que en Milán todos los caminos conducen a Leonardo y el final del día lo llevará hasta los Navigli, unos canales artificiales que se trazaron en el mil ciento y pico, pero que recién en el siglo XV el ingenio del señor Da Vinci hizo que fueran navegables hasta la zona de los lagos alpinos. Hoy están llenos de cantinas con sabores italianos y son el mejor lugar para despedirse de la capital lombarda bindando con un amaretto o un limoncello.
¿Y eso es todo? No, claro que no…. Porque lo mejor siempre es ir, conocer y volver para contarlo.
