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La corrupción como excusa para el recorte del Estado

Abogado y docente especializado en políticas de integridad y anticorrupción. Fue subsecretario de planificación de políticas de transparencia de la Oficina Anticorrupción.

Javier Milei
Javier Milei | NA

Las recientes y coordinadas acusaciones, sin pruebas a la vista, sobre el funcionamiento del Fondo de Integración Socio Urbana (FISU) pueden interpretarse como el inicio de una campaña destinada a invalidar políticas públicas, más que como una voluntad política de mejorar el sistema y de implementar mecanismos de transparencia.

En el mundo, hay quienes entienden que a la corrupción hay que enfrentarla con políticas preventivas y hay quienes ponen el foco en lo punitivo. Hay países que se centran en controlar a los organismos públicos y a sus funcionarios y otros con una mirada más amplia y moderna que incorporan también al sector privado. Los organismos internacionales dedicados a promover la lucha contra la corrupción, con los años han ido virando sus recomendaciones desde las políticas focalizadas y coyunturales hacia las planificaciones estratégicas y capilares hacia todo el Estado.

En Argentina, estamos presenciando un relato de lucha contra la corrupción -siempre pública- que omite todas estas alternativas. Apoyado en la imagen difusa, vaga y ajustada a conveniencia de la casta, el gobierno nacional ha optado por eliminar políticas públicas, áreas gubernamentales, equipos de trabajo y hasta ministerios como forma de erradicar todo eventual riesgo. No hay investigaciones que deriven en cambios de persona o el desarrollo de políticas que enfrenten la corrupción. El gobierno de Javier Milei y sus socios y aliados optan por la amputación, el corte de raíz de la motosierra.

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Claro que el argumento de la corrupción para achicar no es nuevo ni es patrimonio de la Argentina. En muchos países, fue la excusa, por ejemplo, para los procesos de privatizaciones. La lógica de que cuanto menos Estado, menos corrupción fue pregonada por el menemismo como solución que veía definicionalmente a la gestión privada como más eficiente y racional. Sin embargo, los escándalos de corrupción sacudieron de tal modo el proceso de vaciamiento del patrimonio público que se hicieron masivos e indisimulables. Los conflictos de intereses que atraviesan todas las decisiones de estas primeras semanas del gobierno de Milei, junto a la intervención de los funcionarios off-shore presagian un nuevo capítulo en el vaciamiento de lo público y la corrupción a gran escala. Curioso es que algunas de las personas que protagonizaron varios escándalos en los años ‘90 hoy vuelvan por la revancha. Los Rodolfo Barra o los Roberto Dromi, por ejemplo.

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En este proceso de desguace, el gobierno de Milei avanza ahora sobre los fondos fiduciarios. Para eliminarlos se recurrió a la existencia de las supuestas “cajas negras” de la política porque, como se dijo, si hay corrupción, hay motosierra. Sin embargo, si fuera la existencia de prácticas corruptas la preocupación, ¿por qué el gobierno no define férreas políticas de control? ¿por qué no diseña políticas de integridad en base a los riesgos y vulnerabilidades detectadas? ¿Por qué no investiga, denuncia y cambia lo que haya que cambiar? La respuesta es sencilla, la corrupción es la excusa.

Sin embargo, el desguace, tanto en los 90 como ahora, incluye, además, dos condimentos.

Por un lado, el desarme de las instancias de control como garantía para desatar las manos de funcionarios y empresarios interesados en la captura y posterior vaciamiento del Estado.

El otro aspecto constitutivo de esta estrategia es el ataque sincronizado a quienes se oponen acusándolos de corruptos. Lo vimos en la discusión en el Congreso: quienes se oponían al proyecto de Ley Ómnibus fueron acusados de coimeros, ratas y demás imágenes que apuntan a negarle dignidad política a la expresión disidente. La estigmatización de la disidencia hostiga y busca disciplinarla.

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La corrupción como excusa es lo que parece estar pasando con el intento de eliminación del Fondo de Integración Socio Urbana (FISU), un fondo destinado a      obras para el mejoramiento de los barrios populares. La acusación del gobierno, por sí o por medio de cierto periodismo alineado, de que Juan Grabois -y la organización a la cual pertenece- es corrupto no se detiene en la minucia de aportar datos, pruebas ni siquiera testimonios en “on”. No se aporta información que permita apreciar un enriquecimiento ilícito o un sobreprecio. El único número que se aporta es el del presupuesto, sin brindar referencias que permitan analizar su pertinencia y relevancia. Lo que omite el gobierno es dar cuenta de que esta política pública incluyó políticas de integridad, transparencia y rendición de cuentas. Claro que esto no es garantía de que no haya sucedido un caso de corrupción, tal cosa no existe ni en el Estado, ni en el sector privado, ni en Argentina, ni en Finlandia. Si se descubre corrupción, debe sancionarse y los funcionarios deben ser expulsados y denunciados. Punto final. Sin embargo, la acusación del gobierno es genérica, vaga, imprecisa y mediática. El objetivo así no parece ser enfrentar la corrupción sino tan solo construir excusas para el recorte.  

Como dije, quienes sí trabajaron para que no hubiera corrupción son las funcionarias a cargo del FISU. Implementaron un sistema de auditoría interna y externa que el FISU dispuso desde un primer momento y concitó la atención y el reconocimiento incluso de organismos internacionales. De este sistema de control, participaron colegios profesionales de Ingenieros y Arquitectos, así como universidades nacionales de todo el país, organismos que fueron encargados de auditar las obras y suscribir los Certificados de Obra para habilitar los desembolsos. También, se implementó una política de datos abiertos y de transparencia activa, que incluyó un monitor de obras. Se incluyeron estudios de impacto y evaluaciones externas, de la cual participaron organizaciones no gubernamentales y públicas como el CIPPEC, el CONICET, el BID o el Observatorio de la Deuda Social Argentina de la Universidad Católica Argentina (UCA). Esos informes resultan interesantes ya que analizan la política pública y bien podrían usar para proponer mejoras y alternativas, pero no parece ser ese el objetivo. 

Desde la Secretaría de Integración Socio Urbana (SISU), también se avanzó en un novedoso proceso de incorporación al compliance por parte de las cooperativas. La Oficina Anticorrupción trabajó desde 2021 con la SISU en la construcción de programas de integridad tal como los que establece la ley de responsabilidad de las personas jurídicas aprobada durante el gobierno de Mauricio Macri, con financiamiento del BID y PNUD.

El trabajo en conjunto incluyó la realización de talleres con Cooperativas de la Economía Popular que permitieran conocer sobre opiniones, intereses, realidades, necesidades y posibilidades concretas respecto a esta propuesta. Participaron más de 60 cooperativas. Se desarrolló una Guía para el desarrollo de Programas de Integridad específicos para la Economía Popular que incluye un Código de ética Modelo, un programa de capacitaciones, etc. Estas herramientas permitirían avanzar de manera sencilla en programas de integridad en este ámbito. También se desarrolló un módulo específico en el Registro de Integridad de Integridad y Transparencia para Empresas -RITE- para Cooperativas de la Economía Popular. Con el objeto de generar un marco de referencia para el desarrollo de programas de integridad en la economía popular, se elaboró un cuestionario específico para este tipo de entidades. Esto facilita la incorporación de las cooperativas al RITE ajustado a su dimensión económica y riesgo. 

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En nuestro país, hay mucho para mejorar en lo que se denomina “lucha contra la corrupción”. Argentina, para muchos, padece de una corrupción sistémica y, para enfrentarla, se necesita intervenir desde todos los sectores, tanto público como privado.

Las organizaciones sociales, todo lo que se conoce como sociedad civil en realidad, no escapa a esta lógica. Hay mucho para modernizar en su funcionamiento, rendición de cuentas si reciben fondos estatales, prácticas de control y cumplimiento interno que deberían incluir la prevención de la corrupción o el respeto por los derechos de sus integrantes o terceros. La corrupción desde espacios que llevan adelante una función social es un acto de traición imperdonable. Y el Estado debe ejercer con rigurosidad su función de contralor, tampoco hay dudas sobre eso.

De todos modos, nada muy distinto de aquello que debiera hacerse con las grandes empresas que, por ejemplo, son concesionarias de servicios públicos o reciben fondos o exenciones. Ser implacables con las cooperativas de la economía popular mientras las grandes empresas se lotean organismos o artículos de un proyecto de ley es, entre otras cosas, un profundo acto de cinismo. Estamos viviendo el auge del conflicto de interés y captura de la decisión pública como nunca se ha visto en otra parte.

La política pública en muchos aspectos se escribe fuera de los escritorios públicos, con personas que hacen de funcionarios públicos, otros con descaro refieren un cargo ad honorem y otros esconden sus declaraciones juradas patrimoniales y de intereses. A propósito, si tan preocupado está Luis “Toto” Caputo por eliminar por corruptos este tipo de fondos públicos, ¿no debería antes presentar su declaración jurada? ¿No debería también hacer lo propio su sobrino asesor? 

Pero a no confundir: lo que sucede aquí es otra cosa. Tal vez, incluya más una dosis de vindicta por haber cometido el hecho maldito de cobrar un impuesto a las grandes fortunas y destinarlo a los sectores populares, otro poco de intento por ensuciar al adversario político y bastante de aquella justificación para capturar al Estado sin mayores ruidos y desguazarlo “a piacere”.