La Epifanía es una de las celebraciones centrales del culto católico. Con este nombre se recuerda que el 6 de enero –supuestamente-, los tres Reyes Magos se presentaron ante el niño Jesús, en señal de reconocimiento de su potestad. Con ese gesto, el mundo pagano reconocía y aceptaba que ese bebé era de origen divino y estaba llamado a ser el Salvador de la humanidad.
Desde tiempos remotos, la Epifanía midió la popularidad de la fe cristiana. Sin embargo, la tradición de “los tres Reyes Magos” de alguna manera, es un mito de construcción colectiva en el que la historia se entretejió con la leyenda.
El primer documento que hace referencia a ellos es el Evangelio según San Mateo (II:11), pero el discípulo de Cristo no mencionó sus nombres ni especificó su procedencia; mucho menos se refirió a los “reyes” como monarcas. Solo escribió que eran magos que se “orientaron” para llegar hasta el Niño siguiendo una estrella que “se alzó en el Este”. Es decir, como el Sol que "nace" en el Este y “cae” en el Oeste, una estrella los “orientó”.
Es decir, la explicación historiográfica de la aparición de esos reyes seguía la lógica que guiaba el deseo de expansión y conquista de las grandes potencias de la época, que fueron generalmente “solares”, en el sentido que emprendían la aventura con rumbo de Este a Oeste.
Durante los primeros siglos de la cristiandad no se supo mucho de los Reyes Magos, pero algunas tradiciones fueron pasando de tablilla a muro, de papiro a palimpsesto.
Mateo probablemente supiera que Gaspar, el hechicero persa de barba blanca, le entregó a Jesús pepitas de oro, púrpura, muselina y telas de lino; Melchor, el mago joven que se cree vino de India, le ofreció incienso y especias (canela, cinamomo, nardo); y Baltasar, un príncipe árabe, le dio mirra, piedras preciosas y perlas.
Verdadera historia de Los Reyes Magos
A fines del siglo XIII, Jacques de Voragine escribió en La leyenda dorada la interpretación simbólica que hasta hoy repetimos: el oro representaba la realeza de Cristo; el incienso, su divinidad; y la mirra que Baltasar sostenía entre sus manos, que “los otros Hijos [léase “príncipes orientales”] debían morir”.
Los tres “se orientaron” siguiendo la estrella de Belén para arrodillarse frente al nuevo orden mundial: la cristiandad. De este modo, en un establo pobre de Bethléem (Belén), los tres hombres reconocían el misterio del origen divino del bebé –para algunos ya de varios meses- ante el cual presentaban sus credenciales.
Mateo fue el primero en simplificar la historia a favor del número tres, una cifra sumamente preciada en el mundo cristiano.
Tres descendientes de los tres descendientes de Noé (Sem, Cam y Jafet) representaban las tres edades de la vida (ancianidad, edad media y juventud), tres sectores sociales (clero, nobleza y trabajo) y las tres “razas” (semita, árabes-africanos, europeos) que poblaban el orbe premonoteísta conocido hasta entonces (tres líneas rectas según la cartografía que impuso el Orbis Terrarum desde el siglo VI) para arrodillarse y doblegarse ante el nuevo eje mundial.
Tal es la lectura que los teólogos católicos hicieron circular por Europa desde el siglo III y, como mínimo, hasta bien entrado el siglo XVI.
En principio, debemos a Tertuliano haber amortiguado la mala fama que los tres Magos tuvieron hasta el siglo tres de nuetra era. Algunos documentos hablaban de ellos como “magos persas” y los vinculaban a la astrología (de hecho, una conjunción estelar fue toda su brújula en el peregrinaje hacia Occidente). Fue entonces cuando el primer cristiano emérito que escribía en latín, el cartaginés Tertuliano, decidió llamarlos “Reyes de Oriente” en lugar de “Reyes Magos”.
Sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos, el Padre de la Iglesia de Occidente –Tertuliano- no pudo evitar que, en el siglo VI, en su primera representación pictórica sobre los muros de la iglesia italiana de San Apollinare Nuovo, en Rávena, se los retratara vestidos como ilusionistas persas. Dentro de todo, allí aparece cada uno con el nombre con el que Occidente quiso recordarlos: Gaspar, Melchor y Baltasar.
Nunca se supo con exactitud cómo eran físicamente, hasta que en el 1400 el pintor belga Petrus Christus les dio una imagen que contradecía bastante lo anterior, pero que terminó siendo la más aceptada aunque aumentaba el mito y la confusión. En su cuadro, Melchor –no Gaspar- era el mayor; Gaspar, el mago en la mediana edad y Baltasar, el más joven de todos era un veinteañero.
Se dice incluso que, hasta el siglo XV, Baltasar era un africano blanco, pero el deseo de la Iglesia de ser universal requería una figura negra y el marketing cristiano hizo el milagro. Se atribuye a otro flamenco, Rogier Van der Weyden, la iconografía negra del heredero de Cam, tal como lo plasmó en La adoración de los reyes magos (circa 1450).
En Finlandia y en Rusia se sigue la leyenda que da vida a un cuarto mago de Oriente: Papá Noel.
Como ya tuvimos bastantes confusiones, la gran mayoría de los católicos preferimos recordar a Papá Noel, siempre de rojo, como el padre generoso que desciende por la chimenea de cada hogar, cada 25 de diciembre, para distribuir dones de justicia e igualdad.