Doctora en Economía por la Universidad de Minnesota, Estados Unidos, magíster en Economía de la Universidad Torcuato Di Tella (UTDT) y licenciada en Economía de la Universidad Católica Argentina (UCA), investigadora y directora de las licenciaturas en Economía Empresarial y en Administración de Empresas en la Escuela de Negocios de UTDT, Elisa Belfiori se especializa en la economía del cambio climático y esta semana participó de la Agenda Académica de Perfil Educación. “La pandemia demostró que nada es tan ajeno ni lejano. Los primeros casos de Covid empezaron en China y parecía que no nos iba a afectar, pero luego tuvo un efecto concreto en la vida de todos nosotros y terminamos encerrados. La pandemia nos abrió los ojos de lo que significa un acontecimiento mundial, cuando es de una escala muy elevada y que puede afectar nuestra cotidianeidad. Y eso fue un ejemplo muy tangible de lo que puede ser el cambio climático. Porque hoy hablamos de calores y sequías a las que les siguen fríos muy intensos, pero el cambio climático no llega a ser algo disruptivo de nuestro día a día. En cambio, la pandemia nos ayudó a pensar sobre lo que podría pasar cuando algo de esa magnitud se produce”, sostuvo.
Docente de Macroeconomía en la UTDT, y ex docente de Macroeconomía en el Doctorado de Economía de la Universidad de Colorado, Estados Unidos, Belfiori es autora de una gran producción de bibliografía especializada en el tema, como “La economía del cambio climático en Argentina”; “Obviedades en política climática argentina”; “Políticas climáticas consistentes en el tiempo”; “Cambio climático y equidad intergeneracional: revisión del principio de tributación uniforme sobre los insumos de energía de carbono”, “Secuestro de carbono, precio al carbono, y tasa de descuento social”. “Las emisiones de carbono crecen desde 1900, el calentamiento global no se detiene. Una alternativa es generar un cambio en los consumidores para que no compren algo si ha sido producido con contaminación. Pero, en definitiva, la solución depende de la voluntad política para generar conciencia o cambiar las reglas de juego y el sistema de precios. Pero va pasando el tiempo y el cambio no aparece. Las metas del Acuerdo de París son para 2030 y ya estamos en 2023 y no se ha hecho casi nada, no estamos ni cerca. Por más que el mundo pare ahora mismo de contaminar, con la inercia que tiene el sistema climático no llegamos a cumplir con las metas anunciadas”, agregó.
—En “Pandemia en tiempos de cambio climático” usted recordó que en abril de 2020, cuando las restricciones y confinamientos implementados alrededor del mundo estaban en su punto máximo, las emisiones de dióxido de carbono (principales causantes del calentamiento global) caían casi 15% respecto a abril de 2019, los picos del Himalaya se veían por primera vez en años desde varios lugares de India, los ciervos paseaban entre los cerezos en flor en el Nara Park en Japón, y que el atractivo de vivir con menos contaminación se hizo demasiado tangible como para ignorarlo. ¿El mundo tuvo que soportar una pandemia para advertir el peligro del calentamiento global?
—Durante la pandemia pudimos evidenciar lo que significa un fenómeno global. Esta idea de que puede pasar algo que nos afecte a todos y que eso impacte durante mucho tiempo. Esa es una característica fundamental del cambio climático: nos va a afectar a todos, de una manera disruptiva y lo va a hacer durante mucho tiempo. El cambio climático parecía ser algo lejano, por ejemplo, se pensaba en el cambio climático en relación a que podían desaparecer las Islas Maldivas o a que el Polo Norte se podía derretir. Pero todo eso era algo que no me afectaba, si yo vivía en Buenos Aires. En cambio, la pandemia demostró que nada es tan ajeno ni lejano. Los primeros casos de Covid empezaron en China y parecía que no nos iba a afectar, pero luego tuvo un efecto concreto en la vida de todos nosotros y terminamos encerrados. La pandemia nos abrió los ojos de lo que significa un acontecimiento mundial, cuando es de una escala muy elevada y que puede afectar nuestra cotidianeidad. Y eso fue un ejemplo muy tangible de lo que puede ser el cambio climático. Porque hoy hablamos de calores y sequías a las que les siguen fríos muy intensos, pero el cambio climático no llega a ser algo disruptivo de nuestro día a día. En cambio, la pandemia nos ayudó a pensar sobre lo que podría pasar cuando algo de esa magnitud se produce. Eso nos permitiría sacar fuerzas para hacer cosas importantes y aprender de la experiencia. Pero, pasada la pandemia, veo una dicotomía entre lo que puede haber aprendido el público y los decisores de políticas en relación al cambio climático. Creo que la gente en general, y también hasta cierto punto las empresas, han tomado conciencia que la sustentabilidad y los negocios sustentables son el camino a seguir. Pero no se observa lo mismo en el Estado. Es cierto que todavía no hay conductas que permitan cambiar tendencias, pero en el sector privado se ven algunas transformaciones. Así, aparecen mercados voluntarios de carbono, que son gente que decide cancelar las emisiones de sus vuelos o financian proyectos que permiten reducir el carbono ya emitido. Sin embargo, también es cierto que, al final del día, termina siendo algo folclórica la preocupación por el calentamiento climático ya que no se observa que se modificó la tendencia de emisiones globales de dióxido de carbono.
—En “La economía del cambio climático en Argentina” usted analiza algunos de los efectos más notables del calentamiento global en Argentina. ¿Qué es lo que distingue a la Argentina de otros países en materia de calentamiento global?
—Los efectos de cambios del clima son difíciles de pronosticar y de cuantificar, en la Argentina y en cualquier lado. Argentina es un país muy grande, en el que seguramente haya zonas que serán mucho más secas y otras que serán mucho más húmedas. Y eso es algo que, en general, también sucede en otros países. En cambio, cuando vemos la interacción de Argentina con el cambio climático, ahí sí vemos algo distintivo que es lo que tiene que ver con el campo, que es algo que vengo trabajando en los últimos dos años. El campo está identificado como un emisor fuerte de dióxido de carbono, sobre todo por la actividad ganadera, pero al mismo tiempo, el campo es un capturador de carbono, porque lo absorbe a través del suelo y la tierra. Y ahí estoy convencida que Argentina tiene un rol importante para cumplir. Porque se ha hablado mucho sobre la energía renovable, y es cierto que Argentina tiene mucho potencial en fuentes de generación de energías renovables, pero casi igual potencial y protagonismo pienso tiene el campo como herramienta de cambio y solución a las emisiones de dióxido de carbono a nivel nacional. El carbono es un stock, y cuando las actividades económicas emiten dióxido de carbono queda en la atmósfera y genera una capa que produce el calentamiento global. Hay actividades que pueden extraer el carbono de la atmósfera, y cada vez más tienen importancia estas actividades que permiten capturar el carbono porque para alcanzar las metas de París no será suficiente no emitir más, sino que será necesario reabsorber de la atmósfera el carbono ya emitido. Hay formas naturales que permiten capturarlo, por ejemplo, a través de los océanos, los bosques o los suelos. Argentina tiene potencial para capturar a través de prácticas de agricultura sostenible, por ejemplo, las técnicas de siembra directa. El suelo es una de las fuentes naturales que más permite capturar carbono atmosférico que está generando el calentamiento global. Y, si nosotros tenemos suficiente superficie absorbiendo carbono, entonces eso podría ser un crédito a favor de Argentina. Sin embargo, eso es algo que todavía no está reglamentado a nivel internacional: un país puede obtener recursos por comprometerse a no talar un bosque, pero no recibe beneficios por absorber el carbono que ya está en la atmósfera. Por otra parte, hay un inventario, que muestra que Argentina es contaminante y muestra que los argentinos de forma individual generamos un alto nivel de contaminación. Es cierto que lo que contamina Argentina es marginal, en relación por ejemplo a la India, pero si eso se mide por emisión de carbono per cápita, el ratio no es tan bajo, sino que es alto.
—Es interesante conocer este dato de que los argentinos son altos contaminadores a nivel mundial, si se los toma individualmente. ¿Por qué cree que no está tan instalada esta idea en la sociedad argentina?
—Porque se sigue pensando que Argentina es un país menos contaminante en comparación con Estados Unidos, China e India. Esto es cierto, porque en niveles la emisión de estos países es alta en relación a la Argentina, y si Estados Unidos, China e India no hacen algo para evitar la contaminación mundial, entonces no representará nada lo que pueda hacer la Argentina. Sin embargo, cuando medimos la emisión de carbono per cápita de los argentinos, encontramos que se trata de una cifra importante.
—En “Obviedades en la política climática en Argentina” usted advierte que diseñar un plan climático nacional es difícil cuando sólo la mitad de la población podría hacer frente a su costo y cuando otras prioridades y las crisis financieras surgen regularmente. ¿Por qué es indispensable diseñar un plan climático nacional?
—Yo creo que Argentina hace bastante en mantener una agenda de política climática nacional, para lo que es la realidad de Argentina. El cambio climático es muy complejo, porque es interdisciplinario y entonces necesita que la ciencia dialogue con economistas, ingenieros, comerciantes, y con políticos, y ese diálogo es difícil. Entonces hay una dificultad intrínseca, a la que se suma el cortoplacismo que tiene nuestro país. Por ejemplo, durante la pandemia se avivó el debate sobre los efectos del cambio climático, pero cuando terminó la pandemia los argentinos dejamos de pensar en eso y empezamos a preocuparnos por la inflación. Yo no me imagino que se vea en una campaña electoral a un candidato hablando del cambio climático en la Argentina, ni creo que esto pueda ser un tema de debate que termine definiendo una elección, con el protagonismo con que ha sucedido en Estados Unidos por ejemplo en algún momento, o como puede pasar en algunos países de Europa. Es cierto, sin embargo, que la preocupación fue creciendo en Argentina y se creó el Ministerio de Medio Ambiente, que luego pasó a ser una Secretaría y se ha avanzando mucho. Pero también es cierto que falta mucho por hacer. El cambio climático no es algo que esté ausente en los argentinos, sobre todo en las nuevas generaciones más jóvenes, es un tema que está presente y que aparece cuando piensan en ideas de negocios o cuando consumen. Los jóvenes buscan comprar productos que sean sostenibles, miran la huella de carbono que podrían dejar. Ahí se ve una conciencia ambientalista. Pero hay una distancia con las generaciones más grandes. Y también es cierto que a los más jóvenes les afecta la coyuntura del país también, y hoy les preocupa quizás más, por ejemplo, conseguir sus primeros trabajos y pensar la opción de emigrar. Por lo que en Argentina siempre se impone el corto plazo, que la agenda de cambio climático, que es más de largo plazo. Lo cierto es que también en la academia hay mucha incertidumbre sobre lo que puede pasar en el futuro en relación al cambio climático. Hay muchas dudas, pero también muchas certezas que trae la ciencia sobre indicadores de que el cambio climático existe. Lo que ahora sabemos con certeza es que se trata de algo que no afectará solamente al oso polar.
—En “Políticas climáticas consistentes en el tiempo” usted investigó el diseño de políticas para controlar las emisiones de carbono atmosférico y las políticas de promoción de energías renovables y de captura y almacenamiento de carbono. ¿Pero es posible pensar en estas políticas desde Argentina, cuando Estados Unidos y China son los mayores generados de industrias que alteran el ecosistema y ambas potencias están en una lucha comercial a nivel global impulsando una tendencia contaminante que no parece revertirse?
—Ese es el problema. De hecho, Europa hace mucho para controlar sus emisiones y realmente ha hecho mucho en ese sentido, pero no ha cambiado casi nada. Aunque hay un sistema de precio de carbono funcionando en el mercado europeo, la contaminación medida en flujo de emisiones de dióxido de carbono, no ha sido modificada en gran escala. No obstante, esto no significa que no sea una buena estrategia. A mi entender, la amenaza de sufrir restricciones comerciales es el principal incentivo para que el país se involucre activamente en política climática. Si Europa anuncia que solo le comprará a la Argentina soja o carne producida con cero emisiones de carbono, eso puede obligar a la producción del país a mejorar su política ambiental. Eso es algo que se viene hablando a nivel mundial desde hace unos años, la idea de tomar represalias comerciales contra los países que no contribuyen a reducir el stock de carbono atmosférico. Pero es cierto que si no se modifica lo que hacen los verdaderos emisores a nivel global, como Estados Unidos, China o India, no se va a poder cambiar algo de fondo. Yo prefiero creer que en algún momento se modifique esta tendencia. Pero para que esto ocurra tiene que ser negocio no contaminar. Y hoy no es negocio no contaminar.
—En “Cambio climático y equidad intergeneracional: revisión del principio de tributación uniforme sobre los insumos de energía de carbono” usted analiza la política impositiva para contrarrestar el cambio climático. ¿En qué países funciona este sistema impositivo?
—El impuesto a las emisiones de carbono funciona en algunos países. Argentina lo introdujo en la última reforma fiscal, pero tuvo un impacto marginal porque fue un rediseño del impuesto a los combustibles. Chile, Uruguay, Colombia, y Costa Rica también lo tiene y no mucho más en América Latina. En Europa funciona un sistema de permisos de emisión, que es un equivalente al impuesto al carbono. También hay algo así en Brasil. Pero contando todas las regulaciones que existen en el mundo, solo alcanzan a cubrir el 20% de las emisiones que se producen, el resto están sin ningún tipo de regulación. Las emisiones de carbono crecen desde 1900 y el calentamiento global nunca se detuvo. Una alternativa es generar un cambio en los consumidores para que no compren algo si ha sido producido con contaminación. Pero, en definitiva, la solución depende de la voluntad política para generar conciencia o cambiar las reglas de juego y el sistema de precios. Pero va pasando el tiempo y el cambio no aparece. Las metas del Acuerdo de París son para 2030 y ya estamos en 2023 y no se ha hecho casi nada, no estamos ni cerca. Por más que el mundo pare ahora mismo de contaminar, con la inercia que tiene el sistema climático no llegamos a cumplir con las metas anunciadas. Si dejamos que la temperatura media suba dos grados frente a la era preindustrial, no sabemos qué podría pasar. Porque nunca hubo humanidad a esa temperatura. Puede ser que sobrevivamos pero no lo sabemos. Yo intento evitar esa mirada apocalíptica que se ha hecho, por ejemplo, en el cine sobre el cambio climático. Fenómenos climáticos catastróficos que terminan con la civilización. Eso no suma y genera descreimiento porque hace mucho que venimos hablando sobre eso. Pero también es cierto que la ciencia ha documentado un montón de características del clima, de cómo ha ido cambiando el fenómeno. Hay ahora mucha información para que nadie pueda decir que el cambio climático es falso. Eso es algo que no se puede refutar. Y entre esos indicadores la ciencia informa que hay puntos de quiebre que no tienen retorno, que efectivamente pueden ser catastróficos. O al menos que mucho no sabemos qué esperar si cruzamos ese umbral. Y podemos estar frente a uno de estos momentos sin saberlo. Ahora estamos bien, pero el mes que viene tenemos un mes de lluvias intensas que nos dejan bajo el agua y todo puede cambiar. Lo que sí no puede hacerse ya es negarlo. Decir no existe cambio climático y alegar como evidencia que atravesamos una ola de frio intensa, por ejemplo. Eso es algo preocupante. Pero ninguna de mis investigaciones apuntó hacia el sentido apocalíptico del cambio climático. Es hora de que aceptemos que el cambio climático puede no ser catastrófico pero que tiene consecuencias económicas. Aunque no lleguemos a estar bajo el agua, es algo que debe preocuparnos, y ocuparnos.
—Esta sección se llama “Agenda Académica” porque intenta ofrecerle a investigadores y docentes universitarios un espacio en los medios de comunicación masiva para que puedan dar cuenta de su trabajo. La última pregunta tiene que ver, precisamente con cada objeto de estudio: ¿por qué decidió especializarse en la economía del cambio climático?
—Los economistas argentinos tenemos un sesgo a especializarnos en macroeconomía, crisis de deuda soberana, por razones medio obvias. Y cuando fui a hacer mi doctorado también yo empecé a escribir mi tesis sobre economía monetaria y crisis crediticia, luego de la crisis financiera de 2008. Pero en Minnesota, donde yo estudiaba fui a una conferencia sobre cambio climático y mi director de tesis me estimuló a investigar ese tema y me interesó mucho. Me di cuenta que era algo que me atraía desde que era joven pero que nunca lo había pensado como algo que podría vincularse con la macroeconomía, hay más desarrollo en la microeconomía con medioambiente, no tanto con la macro. Y así encontré que era algo que me apasionaba, aunque surgió de casualidad. Entonces decidí cambiar mi investigación y mi tesis doctoral fue sobre impuestos óptimos a las emisiones de carbono, incorporando objetivos de equidad intergeneracional en el diseño de política. Mi primer trabajo como profesora investigadora en la Universidad de Colorado también estuvo vinculado con el tema. Hoy es el centro de lo que hago, porque investigar, y en este tema, es algo que me encanta.