de familias y rupturas

El linaje de los burócratas

Demostración de fuerza. De Pedro, Kicillof y Máximo K en el arranque de la marcha del 24M, foto a la que sumó Boudou. Foto: prensa La Cámpora

En Ucrania, la ciudad de Odessa está en peligro. La noticia me asalta con el recuerdo imborrable de una escalinata que descienden a la carrera centenares de hombres y mujeres perseguidos por los cosacos. Una madre con su niño ha quedado para siempre en la memoria de millones, que la vieron en la película de Eisenstein, obra indestructible como lo son algunos planos del cine, algunos cuadros y algunos libros, pese a los denodados esfuerzos de los tiranos.

Tuve ese recuerdo mientras repasaba las marchas por el centro de Buenos Aires que seguí en estos años y que, por suerte, tuvieron transcursos y finales diferentes. En la del jueves pasado, las columnas acordaron la ocupación de la Avenida de Mayo en secuencias temporales. Era evidente que La Cámpora llegaría cuando terminaran de pasar los partidos de izquierda y muchas de las organizaciones sociales. Antes de las 2 de la tarde, los apoyos políticos de este gobierno no se hicieron presentes, para evitar la lucha de consignas y algún enfrentamiento. Esperaron a que “los otros” finalizaran su desfile. En el viento, las grandes pancartas daban trabajo suplementario a sus portadores, muchos de ellos mujeres.

La primera parte de la marcha fue de la izquierda y de las organizaciones sociales que pueden movilizar un buen número de adherentes. En ese comienzo recibí un volante del PRT (Partido Revolucionario de los Trabajadores, de donde, en los años 60 salió el ERP). Afirmaba que las políticas del Gobierno son “anti obreras y antipopulares”, y que “se intenta criminalizar” la resistencia.

La sencilla redacción del volante indica que ese partido aprendió una escritura más popular que la de su pasado. Buen signo, ya que la escritura es la forma en que se procesan las ideas. La estrella de cinco puntas que llevaba impresa el volante remite a décadas no vividas por la mayoría de los que marchaban a la Plaza. Pero la consigna era sencilla: “Nuevamente la variable de ajuste será el pueblo trabajador”.

Cuando ese sector ya había cumplido con su recordatorio del 24 de marzo de 1976, día del golpe de Estado que dio comienzo a la última dictadura, llegó La Cámpora. Como el Frente de Todos tiene particiones internas, sus diferentes organizaciones arribaron en batallones cuidadosamente separados por sus banderas.

Los simpatizantes y políticos del Frente de Todos pasaron una dura prueba con el requerimiento de Alberto Fernández para que sus parlamentarios votaran a favor del acuerdo con el FMI. La Jefa K estuvo poco tiempo presidiendo la sesión del Senado, inquieta por la contradicción entre política e ideología, una contradicción que a ella le cuesta procesar porque perjudica su imagen. De no haber apoyado finalmente ese acuerdo, se hubiera puesto en jaque el único plan que tenía el Presidente, porque se habría puesto en evidencia que la Familia Kirchner no estaba dispuesta a apoyarlo ni siquiera en momentos de gran riesgo económico e inestabilidad social.

La familia K. Para lo que venga después, solo podemos esperar que la oposición sea más consciente de los riesgos que la vengativa y autoritaria Cristina Kirchner. Máximo tiene un estilo diferente al de su madre. Él se las mata callando. Tiene un doble poder: lo sostiene La Cámpora y su apellido. Puede bloquear iniciativas del Gobierno o empujar otras que le hagan difícil la independencia de la fuerza política que responde al clan familiar.

Para el disimulo, la mandamás de la Familia Kirchner es astuta. Valga un ejemplo: durante la votación en la cual Máximo fue y vino patrióticamente, la jefa del linaje familiar estuvo casi ausente del Senado que preside. Quizá, la Jefa no quiso escuchar que su fiel Parrilli dijera que el acuerdo propuesto por el poder ejecutivo con el FMI es “inocente o cómplice”.  

Alberto Fernández llama a la unidad cada vez que abre la boca. No pide más de lo que ya tiene; pide lo que necesita para sobrevivir. El día que se complete una operación de vaciamiento, no habrá retorno para Alberto. Sin embargo, no todos los problemas pueden atribuirse a debilidades del Presidente. Otras cuestiones más viejas y de más difícil solución afectan su autoridad, cuando la vicepresidente desea el control monopólico de las decisiones.

Se reprocha a Alberto Fernández que no realice los gestos y actos necesarios para recuperar la autoridad presidencial. El reproche parte de una equivocación conocida por todos, incluso por quienes le echan en cara su dependencia. Alberto llegó a la Casa de Gobierno solo con la autoridad que le daba la Constitución y las leyes. No con el indispensable suplemento político de una fuerza que lo reconociera como líder. En países como la Argentina, carecer de esa fuerza suplementaria es vivir de préstamo y confiar que la prestamista no decida recuperar lo prestado. Alberto no tiene capital: no es un líder carismático y son escasos los dirigentes sociales o sindicales que se manifiesten públicamente decididos a defenderlo.

Burocracia por filiación. Como es sabido y fue teorizado por famosos filósofos e investigadores, un presidente depende, para ejercer sus funciones, de un cuadro administrativo y burocrático que debe asegurarle lo que se ha denominado “calificación profesional que fundamente su nombramiento”. Tales funcionarios deben estar “sometidos a una rigurosa disciplina y vigilancia administrativa”. Inútil agregar que esos filósofos e investigadores no llegaron a adivinar las triquiñuelas del camporismo, las vacaciones en el Caribe de los funcionarios y funcionarias, las promociones por amistad o por enemistad. Como hombres de pensamiento ordenado, no podían adelantarse a las maniobras de la política criolla.

Pensaron, esos inocentes filósofos sociales, que la administración de un estado tiene una jerarquía y que todos deben responder a autoridades superiores a su cargo, siguiendo reglas y técnicas establecidas por las normas. Unos europeos ilusos, eso es lo que eran, porque no conocían cómo es un gobierno en estas tierras. Incluso pedían que todos los integrantes del estamento administrativo no se apropiaran de los cargos para otros usos que los establecidos legalmente. Sigue nuestro asombro cuando encontramos que esos teóricos ponen como condición de un nombramiento en la burocracia estatal que los funcionarios acrediten su calificación profesional.

Según estas premisas, sería difícil darle el aprobado a todos los que se nombran tanto en el estado nacional como en los provinciales. La Cámpora debería convertirse en una academia de nivel terciario para instruir a los candidatos a la burocracia estatal. Es una broma, me apresuro a aclarar, antes que se me acuse de practicar un pensamiento desligado de las circunstancias reales.

En los estados tradicionales fue posible ingresar al cuadro de la burocracia administrativa por otras razones: pertenecer a un linaje, formar parte de una clientela política, despertar la confianza de quién elige y jurarle fidelidad. Dice la historia que la pertenencia a un linaje ha sido siempre un argumento imbatible. Hoy, linaje implica también adhesión a una línea política después de dar pruebas de fidelidad. Es decir, responder al Jefe, que garantiza también la obtención de favoreces especiales a quienes le responden. Valen mucho las relaciones de parentesco, como nos hemos enterado por el nombramiento en el Instituto de Promoción del Desarrollo, del hijo de un conocidísimo dirigente social y político, que fue beneficiado por una excepción entre las cualidades requeridas por la legislación que define el cargo al que accedió.

El carisma origina y fortalece la respuesta obediente al jefe (o Jefa, para tranquilidad y regocijo de las feministas que comprueban día a día que, en nuestro caso, se trata de una Jefa). En verdad, el carisma fortalece un tipo diferente de mando, que no se obtiene por el camino burocrático solamente. La dominación carismática no es racional, sino que permite el manejo de emociones, indispensable a la política tal como la conocemos.

La Jefa K es una carismática. No vamos a discutir la opinión de cientistas sociales que han juzgado lo carismático como una dimensión situada más allá de la razón. En este país estamos acostumbrados y ya no calificamos en menos, incluso por temor a ser acusados de elitistas antipopulares.

Nota al pie. En el comienzo de esta note, se mencionó una escena de El acorazado Potemkin, abandonando así mi costumbre de no citar literatura ni cine. Quienes recordemos la gran escena de las escaleras en la película de Eisenstein, volvemos a esas imágenes, cuando Putin está dispuesto a mucho más que los cosacos del zar. Me permito otra transgresión de esa regla autoimpuesta: un film de Roberto Rossellini sobre la llegada al poder de Luis XIV, pone en escena la fuerza y, sobre todo, la inteligencia requeridas para que alguien llegue a la cumbre. Hay microcine en Olivos y no perjudicaría a Fernández que viera esa película, de la que solo encuentro el titulo original: La prise de pouvoir par Louis XIV. Como está en francés, puede invitar al ministro Cafiero a la proyección.