El lector diario
Editorial Mardulce publica La ceremonia del desdén, primera obra póstuma de Luis Chitarroni; se trata de un libro sobre otro libro, gestado a partir de extensos intercambios mediante correo electrónico con el editor y columnista de PERFIL, Damián Tabarovsky. Con la revisión quirúrgica de todos los materiales que habían quedado almacenados en su computadora por parte de Edgardo Scott, el volumen está nutrido por un compendio de impresiones, reflexiones y análisis del Borges de Adolfo Bioy Casares. A manera de adelanto, reproducimos pasajes del libro.
Este es el libro del año, o mejor: el libro de todos estos años, no importa cuándo comienza la cronología. Y también es el libro de lectura de la transcripción de los diálogos –acaso intercambios bélicos– entre la repetición cuasi infinita de un Borges visitando a un Bioy (como si cada uno fuera a multiplicarse). Uno y otro, singulares, indivisos, nunca intercambiables.
Y entonces el lector de esta ceremonia del lector por excelencia (Chitarroni) encuentra una partitura para piano tipográfico (también gráfica: paréntesis, signos, etcéteras). No alcanza ni el borde de la página. Porque la escritura se va y vuelve, rompe los marcos de referencia, esquiva las trampas, las trombosis del entusiasmo, escombros de un debate postergado, también las lagunas de mala sangre y sospecha.
No es que Chitarroni desconfía de la nitidez original del Borges de Bioy, en sí, del Diario de Bioy Casares, sino que oculta la pregunta para que cada uno la formule hasta completar el cuadro de dicha exposición. ¿Quién fue el taquígrafo? ¿O al leer el Diario de Bioy estamos leyendo los fragmentos de un documental “actuado” por lo atemporal de la literatura? Si es una ceremonia, este diálogo desde la eternidad, ¿merece ser llamado un texto sagrado? ¿Cuánto hay allí de la memoria de Bioy y cuánto del cincel de Borges (su marca a fuego, y el lector como ganado de una única estancia sin territorio)?
Estas ausencias en suspenso postergan otro énfasis, acaso imposible de mencionar, por nostalgia, tristeza enquistada en el propio horror. Existe un interlocutor con el que Luis Chitarroni juega (apuesta), redunda, agita las sombras y las impostergables dudas del fantasma: jamás hablamos solos. “Aunque Charlie Feiling nunca mantuvo buenas relaciones con Blake ni con Yeats, que le parecían, de alguna manera, impostores igualmente supersticiosos. Y, en la medida en que detestaba el surrealismo (por lo menos en literatura), todas sus consultas eran a conciencia”. Así prologaba a El mal menor, resistiendo a que el mayor mal era la ausencia de C.E. Feiling. El otro genio.
A qué viene este juego de espejos. A despejar toda duda: La ceremonia del desdén está escrito (pensado, rumiado) con Charlie observando por sobre el hombro, cuestionando cada línea, la elección de una deriva por otra, removiendo de hacerlo “a conciencia”. Si el Diario de Bioy es la reconstrucción de un delito del pasado, La ceremonia… es la reconstrucción de un diálogo sobre aquel otro, pero sin el tiempo como testigo. Es la toma cenital de Luis y Charlie, sentados frente a frente, en el malogrado –lúgubre– bar Queen Bess, donde lo mullido devoraba la impaciencia del segundero. Plano de un cine que será imposible, como la felicidad de estar a salvo.
Barthes alguna vez escribió: “A cada línea, siempre pienso en el amigo al que estaré molestando”. La aprobación de un lector fantasma, especialmente un fantasma amigo, mide la calidad de nuestros textos. Del mismo modo en que Bioy, por hábito, por falta de costumbre, era incapaz de escribir una sola línea que ofendiera al Borges de su propio diario, Luis jamás aventuraría una hipótesis sin condestable validez literaria.
Las pausas y las interrupciones, a lo Max Frisch, a lo Edmundo De Ory, componen otra baquía a La ceremonia. Los momentos de visible interrupción dan rienda al Luis –dentro de sus perilous seas, in faery lands forlorn– más asociativo. Las asociaciones son las verdaderas recompensas de este libro. Cito un ejemplo, que además caerá en gracia con los párrafos anteriores: “Borges acusa a Mastronardi de ejercer una especie de arbitraje [ambiguo] que condena cuando parece que absuelve. Yo creí, en mi ingenuidad, que supo extraer esto de Ernest Bramah, no de Mastronardi. Tal vez lo extrajera de Bramah y no se diera cuenta –o simulara no darse cuenta– de que era lo mismo que hacía Mastronardi. Él lo practicaría después, sin descaro, como ocurrencia propia”.
Adviene una graciosa perplejidad a cada pausa, y a cada pausa, la esperanza de obtener las respuestas que siempre quisimos escuchar. “¿Había posibilidades de que a Borges le gustara Roussel?”. Lo cierto es que no, y no creo que Luis, excediéndose del minuto en su cavilación, sospechara lo opuesto. A Roussel lo toman como blanco de escarnio, como modelo para Bustos Domecq. Pero son estos momentos de prístina espontaneidad, congelada por escrito, los que logran que este diario, basado en otro, tenga la reflexiva altura de un Quijote –que dejaría de tener si el Quijote de Avellaneda no existiera–.
El resultado es un libro que celebra la literatura de principio a fin, un ars magna sin deriva escandalar –o con derivas, mejor dicho, pero con derivas solo instigadas por la arbitrariedad que ofrece la inteligencia: demostrable siempre; nunca comprobable–. Resulta muy difícil hallar hoy a alguien que se apropie del capricho con sentido plástico. Sobre esto, el libro cuenta con un bellísimo pasaje, uno que da involuntario nombramiento al tipo de escritor que fue Luis, un entrañable comparatista (¿¿Étiemble?? ¡¡¿¿Guillén!!?? ¡¡Gobineau!!) de la serendipia. Va aquí: “El último y magistral exponente de esta tendencia [...] murió hace no tanto, en un apacible retiro rural. Se llamaba E.S. Turner. Escribió una cantidad importante de libros, de (acusada) tendencia temática: el amor cortés, las revistas juveniles, el papel central de los personajes secundarios, los spa… Pero escribió una cantidad aún mayor de artículos sobre libros ‘temáticos’, con una amplitud de rango que va desde la enfermedad predilecta de los aristócratas ingleses (la gota) hasta los vuelos en globo aerostático, con el añadido eficaz de que la mayoría de los mismos incluyen por lo menos un recuerdo autobiográfico. Aunque no me consta que Borges no lo haya leído, leyó sin duda la industriosa tradición de la que Turner supo provenir sin anunciarla. Chesterton, sin duda, pero también, antes, Saintsbury y Lytton Strachey, esos artífices de un comparatismo sin presunción de prueba”.
El amor que tuvo Luis por la literatura queda entonces demostrado. Claro que amar a la literatura no es necesario, siquiera aconsejable. Pero hay acumen en las palabras de cierto poeta. Nadie dicta el amar a ciertas bellezas: quien belleza encuentra, belleza merece.
‘La ceremonia del desdén’ (extracto)
El desprecio como una generalidad abstracta dispuesta a reducirse en la factoría indiscutible del desdén. Esa fracción arbitraria y suplente del desprecio: el desdén.
* * *
Bioy tenía una letra inclinada hacia la izquierda, sin dibujo caligráfico definido, apurada, difícil de descifrar. No recuerdo ya si utilizaba, a la manera de Stendhal [en sus diarios de trabajo], alguna apocopización adicional; sin embargo, en un libro que contiene ilustraciones, es raro que no aparezca una foto del original, ninguna prueba caligráfica. Es algo que me gusta: profundiza la sospecha paranoica –tan porteña– de que se trate de un fraude, un caudaloso fraude que exigió la complicidad de una empresa, de una secta de escribientes.
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“Literature is a luxury; fiction is a necessity”. / “La literatura es un lujo; la ficción, una necesidad”. G.K. Chesterton
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Por animosidad, malevolencia de aldea, por efecto consecuente, por indiferencia o por el resumen rencoroso de sus desplantes literarios y sociales, Borges y Bioy eran víctimas de habladurías. Una de las que me tocó oír (nací cuando Borges rondaba los sesenta) es que el padre legítimo no era Jorge Borges, abogado (de la camada de Macedonio), “delicado”, el autor de El caudillo, sino Evaristo Carriego, poeta frecuentador de la familia por el novecientos, entrerriano como Leonor Acevedo, la madre de Borges, autor de Misas herejes (1908). << Habría una explicación tributaria, despampanante, aclaratoria, de la elección de tema del primer libro en prosa de Borges, dedicado con una maestría inigualable a equiparar a Evaristo Carriego con Pierre Menard <<*>> R. Monegal.
Planteado en términos de autoridad y de autoría, los rumores acerca de la bastardía de Bioy no son menos literarios. Adolfo Bioy Casares no sería hijo del doctor Adolfo Bioy, autor de Años de mocedad y Antes del novecientos, abogado con aspecto de tal, sino de ------Rodríguez Larreta, autor de La gloria de Don Ramiro, ante quien cualquier defensa del idioma de los argentinos sería legítima.
* * *
La comitiva de traductoras (en general eran traductoras) adoptaba con rapidez los consejos –y hasta los prejuicios– de los directores de colección, si bien el esfuerzo de Bioy como rector del estilo resulta indisimulable. Este principio de identidad de la colección acarreaba también cierto matiz de monotonía. Pero un matiz es un matiz, no cualquiera lo merece. Borges se abstenía de intervenir de manera tajante, de “borgear”, como lo hacía a veces con títulos de cuentos (recordemos el giro genial que convierte Los sicarios de Midas, de Jack London, en Las muertes concéntricas). Trial and Error (Ensayo y error), de Anthony Berkeley, pasa a llamarse El dueño de la muerte sin ganancias ni pérdidas ostensibles. Alguna vez, la angustiosa distancia entre el momento de lectura del original y el de escribir la contratapa adelgaza hasta la pereza la sinopsis argumental; otra, no hay concordancia entre la sustancia de la novela y ese postrero inkling; otra, otra más, el estilo de Borges o el de Bioy mejora con elegancia una apretujada trama indefendible de personajes penosos y penosas situaciones.
No sé si sobrevive hoy algo parecido a un lector de colecciones; yo mismo nunca lo fui. Con el tiempo, la abundancia de títulos de alguna en mi biblioteca me alarma, porque en la hacienda me gusta la variedad (al revés de lo que me pasaba de chico, que me conmovía la homogeneidad de los lomos). Conté cincuenta y cuatro volúmenes de El séptimo círculo en mi biblioteca. Uno por cada uno de los años vividos.
* * *
Borges , detractor de los prestigios y las reputaciones inobjetables, no entiende bien algunas, no por inobjetables; tampoco Bioy. No se entiende por qué Leslie Stephen, a pesar de ciertas analogías de gusto facilitadoras, no entra en su canon (ni Beerbohm, cuyo Enoch Soames el mismo Borges eligió y tradujo, asegurándole entre los lectores de castellano un prestigio y una reputación acaso superiores a los que tiene en la actualidad en lengua inglesa). Y Bioy lo sigue. Cuando le citaba a Malcolm Bradbury algunos de esos escritores menores que Borges había puesto en circulación en El séptimo círculo, Malcolm –hombre de letras, precursor de los workshops de creative writing en East Anglia–, a alguno –Eden Phillpotts– no lo conocía, y a otros –Atiyah, Eric Linklater, por ejemplo– le resultaba peregrino que le hubieran provocado curiosidad. Esa paradoja en perduración no es una falacia, como quería Browne, pero alcanza a desvelarnos [un poco]. Lo que destruye mejor es que un gusto pueda constituir un canon, que una actitud palmaria revele una estética, que a Borges lo distrajera laboriosamente cualquier otro atisbo de actividad intelectual que la lectura. [el demorado acto de la lectura como un acto de intervención].
* * *
Es cierto que ambas cosas –el intento de suicidio, la muerte del padre de Borges– ocurren o suceden muy lejos del Diario, más o menos nueve o diez años antes de que Bioy comience. Y en esa lejanía se cifra también algo un poco indescifrable, seguramente, pero también algo muy sencillo y fácil de enunciar. Antes de Bioy, Borges vive en pleno ejercicio de su desmemoria y su leyenda. A tal punto que su biógrafo más empeñoso –Edwin Williamson– (1) acepta con anglosajona credulidad que el joven admirador que consulta o encarga a una librería de Londres The Approach to Amotásim (algo sin duda acreditable a Bioy por soltura económica internacional) es Bioy mismo. Hay muchos que contaron hechos y anécdotas de la vida del doctor Johnson, Miss Tharle, la que tengo en la editorial, pero lo cierto es que los hechos y anécdotas de la vida del doctor Johnson quedan acuñados por la prosa de Boswell, los otros libros, confinados a menudo a volúmenes cuyos grabados son más interesantes que las palabras.
Ahora bien, aunque el equivocado fuera el que esto escribe, y Bioy con convicción y Borges sin ella fueran los responsables de tales actos, eso que permanece fuera del Diario, ese fuera de campo temporal /o/ inmencionado, tiene una apariencia decepcionante. Eso se debe, entre otras cosas, a algo que se ha dicho antes, al compás a la andadura de hechos y anécdotas, al estilo de la historia que se narra, al hecho de que el estilo conveniente para la vida de Borges es el del Diario de Bioy.
* * *
El martes 15 de octubre de 1957 se precipita como un chaparrón de ilegitimidades patrias que deriva en otra cosa. Borges cuenta una anécdota de Güiraldes y Valéry Larbaud de la que se desprende un anhelo, una añoranza que a Borges le da vergüenza repetir. Lo hace (¿tras hacerse rogar?) que el Martín Fierro diera el grito-raza. Ese grito-raza, tratándose de Valéry Larbaud y su relación con James Joyce proselitista, revela que el anhelo o la añoranza de Güiraldes no es tan inocente [y acerba] como se deja ver. ¿No proclama Stephen Daedalus ser “el fundador de la conciencia increada de su raza”? Tal vez el don verbal de don Ricardo tampoco fuera tan escaso como Bioy se atreve a menospreciar. En realidad, uno deja de conjeturar esas zonceras para no parecerse a Edwin Williamson, pero se empaca (más) en lo que sigue. No se entienden demasiado estas charlas con sobreentendidos epistolares y alusiones a Victoria Ocampo. Habría que fusionar o antologar –¿cruzar, diría hoy el Diccionario del argentino exquisito?– todas estas referencias, y tal vez del conjunto surgiera un breviario malicioso y trivial de secretos baladíes e intrigas familiares. En realidad, todo se adecua así a la versión menos ventajosa del Diario. O a la más novelesca: al recoger todas esas muestras de rencores apolillados, quedaría expuesta la afonía de cámara del Diario, su efecto novela familiar de formato inglés, con mayordomos y doncellas –mucamas– agazapados detrás de las puertas.
En realidad, esa (la) continuidad doméstica le resultó irresistible al estrecho mundo editorial argentino. Tanto Fanny como Jovita publicaron sus crónicas respectivas, retrospectivas. La de Jovita es sin duda la más sustancial, como corresponde al testimonio de quien ha atestiguado de manera rapsódica las rutinas y maniobras de un Don Juan. Pero la de Fanny es la que contiene uno de los secretos de Borges mejor guardados: la irrupción, en su propio hogar, de esa magnífica deidad (¿germánica?): Odín. (2)
* * *
A modo de conclusión, de apurada conclusión a pesar del tiempo que me llevó escribir el libro, algunas de las incertidumbres pueden reforzarse con nuevas y esperanzadas conjeturas. Borges menos que nunca, pero sobre todo Bioy, se hubieran permitido rechazar la mayoría de los argumentos que sostendré con abnegada y estentórea convicción (sin que esta palabra se deje traducir al inglés por la mucho menos enérgica “persuasión”). La voluntad, a menudo insistente, en mantener a flote a las figuras menores, y la de aplazar y condenar a las otras, acaso más altas, no sobrevivirá mucho más, salvo que el nuevo relevo –y el nuevo relevo, me temo ha tomado ya la misma decisión– opte por una literatura que no ose enturbiar esa magnífica distancia que permite establecer un ejercicio muy eficaz de la superioridad. Elegir entre los poetas a Humbert Woolf, seguir ocupándose de las paradojas de Chesterton y [de] las ironías de Shaw, todo eso pertenece a un mundo cerrado inobjetable, a una cerrazón y una censura únicas. En más de un plano, elevarla a “estética” es una tentación que implica ya una especie de vacuidad adyacente análoga o simétrica. Parece posible que Borges la ejerciera con celo, pero no resulta siquiera imaginable que Bioy tratara de hacer un ejercicio de emulación cuando impugnaba a su alrededor a escritores como Pessoa, Fitzgerald y Lowry para imponer a aquellos que resultaban de su gusto.
Las operaciones y templanzas del gusto se enteran muy poco de otras operaciones y templanzas que anidan en círculos más o menos igual de íntimos. “Cada oveja con su pareja”, solía decirse. La calma aparente de esos años, no todos sobre los que se extiende el Diario, pero sí unos cuantos, encierra aún muchos enigmas que el Diario mismo no solicita ni consulta.
Notas:
(1) Edwin Williamson (1949, Edimburgo) es un académico, titular de la cátedra de Estudios Hispánicos en la Universidad de Oxford. Publicó Borges, a life en 2004.
(2) Refiere a uno de los gatos de Borges, el que lo sobrevivió. Borges tuvo dos gatos. Uno era atigrado y se llamaba Odín, en honor al dios de la mitología nórdica, y el otro Beppo, en honor al gato de Lord Byron.
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