Retazos del sentido perdido
Gracias a la traductora que le han asignado se anoticia de un verdadero acontecimiento: cerca de donde se emborracha, en aquel desértico dominio español, han cazado, dicen, al último lobo, el último de España, tal vez, de toda Europa. Iniciará entonces una investigación al respecto.
Ciertos hombres y mujeres no vuelven a ser los mismos una vez que el pensamiento –y el lenguaje– se ha encargado de hacer, con ellos, de las suyas. Derrumbado por la conciencia de una lengua que no cristaliza ni atrapa nada; por un pensamiento que no hace sino rumiar y vagar alrededor de las cosas sin apresar esencia alguna, un hombre, al parecer sin atributos, aburrido y gris, de brillante pasado, opaco presente, y futuro insignificante, se halla a sí mismo en un bar, contándole, algo, a un cantinero.
El modo en que este “algo” es contado, si puede, aquí, utilizarse dicho término, es la estrella zigzagueante de El último lobo, la nouvelle del húngaro László Krasznahorkai (1954), reciente ganador del prestigioso Formentor de las Letras. Con una prosa que recuerda a Saramago (ese otro gigante que nuestra intelligentsia nacional desestima con su característico snobismo), el autor, en una extensísima oración plagada de oraciones subordinadas, de digresiones y saltos que llevan a un tiempo, a otro, a un espacio, a otro –porque todo el (pequeño) texto es una inmensa oración– pergeña a un filósofo desganado y descreído que, en un triste bar de Berlín, le cuenta (mejor dicho, intenta hacerlo), al dueño del local, un peculiar viaje a Extremadura, España.
Descreído en principio –puesto que, este filósofo escritor, al no creer en nada, a nada da crédito– termina por aceptar que, en efecto, se le ha invitado a escribir sobre esta zona rural española para que, con el prestigio del que la sociedad lo ha investido, contagie a dicho lugar algo de eso que, se supone, él posee para los otros: autoridad cultural. Aunque esos otros desconozcan que, para él mismo, él es nadie. Leemos al reflexionar sobre la carta que recibe: “no sabían que la persona a la que invitaban había dejado de existir, el nombre era correcto, sí, pensó mientras contemplaba la cara y el dorso de la carta, porque no la había tirado, pero detrás de aquel nombre ya no había nadie, no había ningún “profesor”, podía ser que un título de ese tipo precediera alguna vez al nombre, pero ese uso había perdido”. A nuestro antihéroe, desde luego, no se le ocurre nada, nada en absoluto. Goza de los beneficios de la invitación, estadía y consumos generales, pero nada, nada, se le ocurre. Gracias a la traductora que le han asignado –ya que otra de las mediaciones, más allá de la de las palabras y las cosas, es la de las palabras en una lengua, y las palabras en otra– se anoticia de un verdadero acontecimiento: cerca de donde se emborracha, en aquel desértico dominio español, han cazado, dicen, al último lobo, el último de España, tal vez, de toda Europa. Con los escasos recursos a su alcance iniciará, entonces, una investigación al respecto. Tal vez descubra, al fin y al cabo, una razón que motorice su escritura. Y, tal vez, con ella avizore, aunque sea, un fragmento del sentido que ha perdido quién sabe cuándo. Tal vez. Solo tal vez.
El último lobo
Autor: László Krasznahorkai
Género: novela corta
Otra obra de la autor: Guerra y guerra; Melancolía de la resistencia; Tango satánico
Editorial: Sigilo, $ 14 mil
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