Solo Dios es ateo
Dicción clara y precisa, prosa pulida y consolidada, una obra en progreso. Son, entre otras, las coordenadas en cuyas encrucijadas –variables, tranquilamente diversas– se despliegan los recursos de escritura de Fabián Soberón. Naranjo esquina no es, sin dudas, una excepción a ese singular credo literario que se despliega en una sucesión de relatos en los que la ficción juega la autenticidad de un estilo, la honestidad intelectual de quien lo produce.
Soberón escribe en esta suma de relatos sobre lo que conoce bien: los prodigios de un pueblo, tantas historias como habitantes siguiendo los pasos de O ‘Henry, ese otro cronista que corría de la realidad, a la ficción de la realidad, al ritmo de su escritura. En Naranjo esquina el narrador, al presentarse a sí mismo, nos presenta a Hasper, un viejo enfermo. Hasper es o era verdulero, pero en la iconografía literaria del autor, nunca un personaje es lo que es. Es otra persona. Siguiendo, aunque con voz y paisaje propios, la senda de William Goyen en su Trinity natal o, más ajustadamente, reconstruyendo como lo hiciera en Winesburg, Ohio el maestro Sherwood Anderson, nos perdemos en un territorio hostil, húmedo, caluroso. A los lejos habrá una silueta de montes bajos y sobre esa topografía un cielo más bien turbio.
Cada capítulo es el mosaico de un gran friso. Frases cortas. Diálogos aseverativos y, como tales, engañosos. Puede intuirse que cada circunstancia contenida en ellos, cada hecho o sucesión de hechos ya sucedió o volverá a suceder. Con esa inteligencia están narrados: la de un continuum verbal, como quería Durrell que se leyera su Cuarteto de Alejandría. Aunque la estructura de las tramas y su propósito en uno u otro escritor sean disímiles, los intereses, los proyectos de Soberón son como un animal mitológico y telúrico que alumbra una cualidad autoral un tanto anómala y es por eso que no lo preocupa el estilo (no lo desdeña, claro), sino mucho más la intensidad con que su modo de contar impregna cuanto ve.
Sucede que un escritor que es además cineasta y documentalista altera cierto orden: cuenta para ver y no al revés, procedimiento ritual si no se cuenta con la alteridad de esos dos saberes complementarios. El libro comienza con Hasper y termina con Hasper. Por un instante pensé en escribir “da fin a Hasper”, pero hubiera resultado impropio. ¿Qué importa entonces que Soberón, con astucia, nos haga entrar en su mundo con el magnífico epígrafe de esa católica devota y de misa diaria que fue la soberbia Flannery O’Connor: “Solo Dios es ateo, el diablo es el mayor creyente y tiene sus razones”? ¿Qué importa que desde que entremos en Naranjo Esquina por un camino de tierra, alzando polvo semejante a ceniza con las punteras de nuestros zapatos, mirando de soslayo casas con persianas bajas y postigos cerrados, alentando secretas tragedias y ocultas traiciones, sepamos que al salir de ese pueblo del que nada sabíamos seremos otros, y no solo como lectores? Ni mejores ni peores: otros.
Y que Fabián Soberón es el hacedor de ese portento.
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