Cáncer y memoria tras Hiroshima y Nagasaki
Las dos ciudades “no fueron únicamente víctimas del poder militar sino siguen siendo escenarios de un experimento atroz que cambió para siempre la historia de la medicina, de la ética científica y del cáncer”, asegura el referente en investigación oncológica. “La radiación ionizante generó un daño genético aún persistente”.
Los cerezos (sakura) habían florecido como cada año, sin pedir permiso a la guerra. Sus últimos pétalos frágiles y perfectos habían caído a principios de abril, sobre las veredas de piedra, sobre los tatamis abiertos, sobre los uniformes escolares de los niños que aún caminaban en fila al ritmo de una rutina rota.
La belleza seguía allí, imperturbable, como si los dioses quisieran ofrecerle al país una despedida digna. Hay fechas que no pertenecen a un país, sino a la conciencia entera de la humanidad. El 6 y el 9 de agosto de 1945, el mundo descubrió lo que era capaz de hacer con el fuego que hasta entonces solo les había pertenecido a los dioses.
Hiroshima y Nagasaki no fueron únicamente víctimas del poder militar ni del cálculo geopolítico. Fueron, y siguen siendo, escenarios abiertos de un experimento atroz que cambió para siempre la historia de la medicina, de la ética científica y del cáncer.
En Hiroshima, la bomba Little Boy mató entre 70.000 y 80.000 personas de manera inmediata. En Nagasaki, Fat Man cobró otras 40.000 a 75.000 vidas en el instante de la detonación.
Tsutomu Yamaguchi, el hombre que sobrevivió a dos bombas nucleares en Hiroshima y Nagasaki
Son cifras terribles, pero engañosas: no cuentan a los heridos sin esperanza, a los desaparecidos en forma de sombra sobre un muro, a los que murieron semanas después cubiertos de llagas, ni a los que —sin saberlo aún— ya caminaban con la semilla de un tumor alojada en sus cuerpos.
Los efectos de la radiación no terminaron cuando cesaron los incendios. Comenzaron entonces, de hecho, los años del cáncer.
La radiación ionizante, absorbida por los cuerpos de quienes sobrevivieron a la explosión, generó un daño genético persistente. No era el tipo de herida que sangra, sino la que muta el núcleo de una célula hasta convertirla en enemiga de su huésped. Así, los sobrevivientes —hibakusha, los que fueron bombardeados— comenzaron a morir lentamente.
Las principales patologías oncológicas detectadas en los años siguientes fueron leucemias, cánceres de tiroides, mama, pulmón, estómago y colon.
Según los registros de la Radiation Effects Research Foundation (RERF), se estima que entre 1950 y 2000 al menos 10.000 casos de cáncer fueron directamente atribuibles a la exposición a la radiación de las bombas. Este número no incluye aquellos que desarrollaron tumores sin haber sido censados, ni a los no diagnosticados por falta de acceso a la salud en la posguerra japonesa.
¿Siguen muriendo hoy por esa radiación? La respuesta es más compleja de lo que parece. La radiación residual en Hiroshima y Nagasaki se disipó relativamente rápido debido al tipo de detonación (aérea, no a nivel del suelo). Sin embargo, los daños celulares causados por la exposición inicial pueden manifestarse décadas después, especialmente en segundas generaciones. Existen estudios en curso sobre los efectos transgeneracionales, aunque no hay consenso absoluto sobre su magnitud.
El relato científico no puede desligarse del humano. Cuando Robert Oppenheimer, el físico que dirigió el Proyecto Manhattan, fue testigo del poder desatado en el ensayo de Trinity, murmuró —como arrastrado por una conciencia más vieja que la suya— una frase del Bhagavad Gita que leía directamente del original sanscrito.
Oppenheimer, el 'padre' de la bomba atómica: una eminencia con "las manos manchadas de sangre"
“Ahora me he convertido en la Muerte, la destructora de mundos”. En el libro, esta frase la pronuncia Krishna cuando revela su forma divina como destructor de todo. Oppenheimer entendió que, al crear la bomba, había cruzado un umbral divino y monstruoso a la vez.
Por su propia naturaleza, arrepentirse ocurre siempre luego de haber cometido una falta. Y como diría el miembro de la resistencia francesa y luego premio Nobel, Albert Camus: “Arrepentirse demasiado tarde, es otra forma de cobardía”.
Y, sin embargo, el arrepentimiento no detuvo el estallido. Nada devolvió a los muertos. Solo quedaron las cicatrices, las mutaciones y los silencios que aún hoy se arrastran por los pasillos de los hospitales oncológicos de Japón, donde un anciano sin nombre puede mirar el techo blanco y preguntarse si su cáncer no empezó, en verdad, en 1945.
En el Parque de la Paz de Nagasaki, un monumento reza: “Que el alma de todas las víctimas aquí descansando encuentre la paz. Que nunca más se repita este horror. Que el mundo recuerde para siempre lo ocurrido aquí”.
Este relato no acusa ni absuelve. Solo recuerda. Porque hay heridas que la ciencia explica, pero que solo la memoria puede cicatrizar. Y porque hay sombras que, aunque no se vean, siguen ardiendo bajo la piel de la Historia.
*M.D.,Ph.D., Director General Lab of Molecular Oncology, Full Professor, Quilmes National University, Japan Visiting Fellow Universidad de Nara
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