Femicidio patriarcal

El poder del varón se alimenta de la sangre de la mujer

El doble crimen de Pablo Laurta es “la actualización física de un discurso que hace tiempo circula en foros, YouTube y charlas ‘culturales’ que enseñan que el feminismo destruye la familia”, sostiene el autor. “Donde el discurso pierde eficacia, la bala, el golpe o la amenaza recuerdan quién manda”, asegura. Análisis de una tragedia social.

Capilla Sixtina, bóveda pintada por Miguel Angel Foto: Cedoc Perfil

Pablo Laurta mató a su ex pareja y a su ex suegra. Después huyó con su hijo de cinco años, que fue encontrado en un hotel de Gualeguaychú, con vida, casi de milagro. Lo que debería estremecernos no es solo el crimen, sino el mundo de ideas que lo vuelve posible. Me cuesta pensar que un acto así surja del vacío. Lo que ahí se despliega no es una patología individual, sino un modo de entender las relaciones entre los cuerpos, los afectos y el poder. Una gramática. Una estructura profunda que autoriza, sostiene y hasta embellece la violencia.

¿Qué se imagina un hombre cuando dice que ama y, en el mismo gesto, destruye aquello que dice amar? ¿Qué pedagogía emocional aprendió para convencerse de que su dolor vale más que la vida de otra? No se trata de preguntas morales, son preguntas más bien de un tono político. Porque detrás de cada femicidio hay un orden que lo hace pensable y una gramática que lo hace posible, un discurso que lo vuelve natural. 

Laurta fue parte de “Varones Unidos”, un grupo antifeminista y antigénero que reivindica una supuesta “masculinidad tradicional”. Claro que no fue un lobo solitario, un paria que se desvió de la manada, no; fue un producto colectivo. Su crimen es la actualización física de un discurso que hace tiempo circula en foros, canales de YouTube y charlas “culturales” donde se enseña que el feminismo destruye la familia, que las mujeres manipulan y que el hombre está siendo perseguido.

Mujeres, pobres y prostitutas

Yo no veo en eso ideas sino un ritual. Lo que quiero decir es que veo liturgia donde el varón se purifica de su pérdida simbólica repitiendo que “ya no se puede decir nada”, que “los hombres estamos bajo ataque”, que “la ideología de género adoctrina”. Es una repetición performativa. 

Cada vez que un ideólogo como Laje o Márquez se para frente a un auditorio a hablar de “biología” y “naturaleza”, está reinstalando la vieja jerarquía. La mujer vuelve a ser el complemento y el límite, el espejo donde el hombre mide su fuerza. Quieren restaurar la estructura y el poder que sienten mancillado. Es una forma de volver a ser el centro del mundo cuando ese centro ya no existe.

Pero ojo, ya sabemos que esta visión no es nueva, ni nace en los micrófonos ni en los think tanks: viene de lejos, de las raíces mismas de la cultura occidental. Si según los valores antiguos la mujer es el complemento del hombre, se la posiciona como accesorio, como derivado. Ya lo decía el Génesis: la mujer es formada a partir del cuerpo del varón. El término hebreo adamá, derivado de adam, significa literalmente “varona”, es decir, la que procede del hombre. 

En el mito, Dios trae ante Adán a todos los animales para que les dé nombre. Y el acto de nombrar, en la tradición bíblica conlleva también un acto de dominio: quien nombra ejerce autoridad sobre lo nombrado. Dios mismo nombra lo que crea: a la oscuridad la llama noche, a la luz día. Nombrar es ordenar, es someter el caos al sentido.

El término hebreo adamá, derivado de adam, significa literalmente “varona”, es decir, la que procede del hombre"

Cuando Dios toma del costado de Adán a la mujer, la escena se repite. Se la presenta, como antes había hecho con los animales, y Adán la nombra: “Por fin, hueso de mis huesos y carne de mi carne, será llamada Eva”. El gesto es claro: la mujer entra al mundo bajo la palabra del varón. Su identidad nace del nombre que él le da. Su existencia se legitima en el reconocimiento de otro. Es el acto inaugural del dominio simbólico.

Pero el mito no termina ahí. La maldición de la desobediencia se paga con jerarquía. Dios le dice a Eva: “Tu deseo será por tu esposo y él te dominará”. Es decir: el castigo por querer saber, por querer pensar, es la subordinación. Desde entonces, la historia del patriarcado puede leerse como una pedagogía para mantener viva esa maldición. Tomarla del costado, nombrarla, castigarla por saber. El gesto se repite. Cambian las épocas, no la gramática.

El mito establece así un orden: el hombre como origen y la mujer como derivado. Y si la mujer, siglos después, se atreve a desafiar esa derivación, el varón siente que puede reclamar su costilla"

Tomarla del costado no la ubica enfrente, sino al lado y un poco más abajo, cerca de la pelvis —a disposición del sexo— pero también bajo el brazo, bajo la protección y, al mismo tiempo, bajo la autoridad. El mito establece así un orden: el hombre como origen y la mujer como derivado. Y si la mujer, siglos después, se atreve a desafiar esa derivación, el varón siente que puede reclamar su costilla. En esta lógica no la estaría matando,  más bien “recupera” lo que cree que le pertenece.

El sexo, dice Judith Butler, no es una verdad biológica, sino un ideal regulatorio. No hay naturaleza detrás del género. El poder actúa desde adentro de los cuerpos, produciendo la ilusión de lo natural. 

Por eso, cuando Laurta repite que su ex lo “falsamente denunció”, cuando Laje dice que la diferencia sexual es “una evidencia científica”, o cuando Oneto afirma con tono de sobremesa que “la mujer tiene que quedarse en casa y el hombre salir a trabajar”, lo que hacen es reproducir la frontera que los constituye. Una frontera ontológica que divide entre quienes cuentan y quienes sobran.

A mí me parece evidente que el femicidio no es un fallo del sistema, lo veo más como su cumplimiento. El cuerpo de la mujer se vuelve el escenario donde el patriarcado recupera, por la fuerza, la soberanía que perdió. Allí donde el discurso pierde eficacia, la bala, el golpe o la amenaza aparecen como recordatorio de quién manda

Lo que hace la violencia es reafirmar una continuidad. Y en esa continuidad se mezclan el resentimiento de los varones y la complicidad silenciosa de un Estado que recorta políticas de género mientras repite que la igualdad es un “curro ideológico”.

Lo que más me preocupa no es el fanatismo, sino el tono de normalidad con que se enuncia la desigualdad. Cuando alguien como Oneto dice lo que dice está restaurando el sentido común. En esa aparente sensatez, el poder se disfraza de equilibrio, la jerarquía de armonía, la sumisión de estabilidad. No hay necesidad de imponer por la fuerza lo que ya se repite con naturalidad. La derecha no necesita decretos ni leyes: le alcanza con moldear las emociones. Y lo hace bien. Convierte la nostalgia en programa político, la frustración en identidad, la pérdida de privilegios en bandera.

Hablo de una teología secular del varón: un dogma que ya no necesita altar porque tiene fe en sí mismo. La masculinidad se erige hoy como orden moral y garantía de verdad; desde esa fe el hombre se presenta como la medida de lo humano y la mujer como su excepción. No hay diálogo posible porque el lenguaje ya está ocupado: las palabras vienen cargadas de jurisdicción, no de intercambio. Y, como toda teología, ésta tiene su herejía: el feminismo. 

La mujer que, como Eva, estira la mano y prueba el fruto del conocimiento —la que reclama autonomía, voz y deseo— se vuelve amenaza. Esa amenaza, en la lógica del dogma, no se discute ni se persuade: se la deslegitima y se la deshumaniza; se la tilda de hereje, se la estigmatiza como “puta”, se la acusa de traición a la comunidad. 

Esa retórica no es metáfora inocua: prepara el terreno simbólico donde la agresión encuentra excusa. Y para que no queden dudas de cómo la cultura aplaude esa licencia, aparecen versos y consignas que normalizan el crimen como pasión: frases que equiparan matar con “amor” o que celebran la violencia como gesto romántico. Esos enunciados no son anécdotas chocantes; son el coro cotidiano que acompaña la liturgia misógina y le da música.

Mi tarea no es reproducir esos insultos ni esas melodías; es, justamente, mostrar cómo, bajo la apariencia de sentido común o de “poesía”, se fabrica la coartada simbólica que facilita la agresión. Cuando la cultura banaliza el daño y lo envuelve en metáforas de entrega y pasión, reduce la transgresión a un permitido estético: entonces deja de ser un acto privado y pasa a ser—sin escrúpulos—una excusa pública.
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El discurso de las nuevas derechas es eficaz porque genera obediencia mediante la seducción. Les promete a los varones una épica perdida. Les dice que la libertad es no rendir cuentas, que la autoridad es natural, que el poder es su estado original.

Butler escribió que todo orden necesita un resto abyecto que lo sostenga. El cuerpo femenino cumple ese papel. Sobre su vulnerabilidad el sistema prueba su eficacia. Por eso, cada femicidio es una verificación de poder. Una comprobación de que el dominio todavía puede ejercerse. Laurta, con su acto brutal, reactualizó ese mandato en la única escena que le quedaba: la carne. En ese gesto se ve la coherencia del sistema.

No sé si alguna vez podremos pensar del todo lo que significa “después de Laurta”. Tal vez esa sea la tarea de nuestra época: pensar el después. Porque mientras el discurso masculinista siga funcionando como pedagogía del poder, el crimen seguirá siendo su conclusión lógica. 

No basta con denunciar la misoginia. Hay que desarmar el dispositivo que la produce: el régimen que define quién puede hablar, quién puede sufrir, quién puede morir sin que pase nada. 

La pregunta que me hago no es cómo evitar la violencia, sino cómo evitar que el orden la necesite. Porque este sistema necesita de la violencia para sostener su ficción de autoridad. Mientras haya varones convencidos de que son la medida de la razón, habrá cuerpos que dejen de importar.

El problema, lo sé, no es de moral ni de educación. Es más profundo. Es ontológico y político. Lo que está en juego no es cómo viven los hombres, sino cómo se define lo humano. El poder masculino, cuando ya no puede justificarse como dominio, se disfraza de naturaleza. Ese es su truco más antiguo y su estrategia más moderna. Biologiza la jerarquía para que parezca inevitable.