Los espejos de colores del Nobel
“Venezuela -y América Latina en general- no se resume en la figura de una dirigente opositora. Está llena de mujeres y hombres anónimos que sostienen sus comunidades sin cámaras ni discursos, que resisten sin hashtags”, dice la autora. ¿Por qué halaga y enorgullece el aplauso sueco?
Hay premios que no celebran tanto a quien los recibe como a quien los entrega.
El reciente Premio Nobel de la Paz concedido a María Corina Machado fue recibido con entusiasmo en algunos sectores y con incomodidad en otros. Para muchos, simboliza la defensa de la libertad frente al autoritarismo; para otros, representa una nueva muestra de ese paternalismo elegante con el que el Norte suele bendecir al Sur cuando conviene a su relato.
No se trata de negar el coraje de Machado ni su persistencia ante la persecución, sino de preguntarnos qué significa hoy ser reconocida por una institución europea que históricamente reparte legitimidad como si fuera una concesión moral. ¿Por qué seguimos esperando que una voz nórdica determine quién encarna nuestras luchas, nuestras esperanzas, nuestros dolores? ¿Por qué nos sigue halagando tanto el aplauso de quien no entiende —ni sufre— el contexto que pretende premiar?
El Nobel, que se vende como gesto universal de justicia, también es una operación simbólica. Detrás de cada nombre premiado hay una narrativa cuidadosamente elegida. Y en este caso, el relato es claro: la heroína liberal que desafía al régimen latinoamericano, la mujer valiente que representa el ideal democrático según la mirada europea. Pero esa historia, tan cinematográfica, deja fuera demasiados matices.
Venezuela —y América Latina en general— no se resume en la figura de una dirigente opositora. Está llena de mujeres y hombres anónimos que sostienen sus comunidades sin cámaras ni discursos, que resisten sin hashtags, que transforman sin permiso. ¿Por qué ellos no son premiados? Porque no venden relato, no encajan en la estética de lo heroico que gusta mostrar al mundo desarrollado cuando quiere lavarse la conciencia.
Y quizá ahí esté el punto más incómodo de todos: no había a quién darle el premio.
Tal vez eso sea lo más revelador de nuestra época. Vivimos un tiempo sin referentes verdaderos, sin figuras morales capaces de representar algo que no esté contaminado por la estrategia o la conveniencia. Líderes de cartón, causas empaquetadas, resistencias fotogénicas. La humanidad parece haber extraviado la brújula ética, y los premios, en lugar de admitir ese vacío, lo disimulan con fuegos artificiales.
El Nobel de la Paz, compartido entre Malala Yousafzai y Kailash Satyarthi
Por eso, quizás, el gesto más honesto del comité Nobel habría sido dejar el premio en blanco. Reconocer el silencio. Admitir que no hay nadie —ni en el Norte ni en el Sur— que encarne hoy la coherencia y la integridad que ese galardón alguna vez pretendió simbolizar. Un Nobel sin nombre sería un mensaje poderoso: el reconocimiento de que la virtud ya no se encuentra en la visibilidad, sino en el trabajo invisible, en el acto silencioso de quienes aún creen en la verdad sin esperar recompensa.
Pero el mundo no sabe premiar el silencio. Prefiere llenar los vacíos con rostros, aunque esos rostros sean apenas reflejos del marketing político global. Y así seguimos, entre ceremonias impecables y discursos moralistas, aplaudiendo espejos.
El problema no es el premio, sino la mirada que lo sostiene. Esa mirada que aún observa a América Latina con curiosidad antropológica, que celebra la rebeldía mientras la domestica con medallas. Esa mirada que otorga diplomas de dignidad a los que cumplen con la narrativa esperada, y deja fuera a quienes incomodan de verdad.
Mientras tanto, en los barrios, en las montañas, en las calles donde la historia no se televisa, hay gente construyendo futuro sin laureles. Nadie los invita a Estocolmo, pero ellos mantienen encendida la llama de lo posible. Son ellos los que deberían inspirar un Nobel que ya no existe, porque la épica real no cabe en un protocolo.
Nos siguen ofreciendo espejos de colores. Y cada tanto, alguno los acepta, los cuelga en la pared y se convence de que brilla.
Pero el brillo no es luz: es reflejo.
Y mientras sigamos confundiendo una cosa con la otra, seguiremos mirando desde abajo las vitrinas del mundo, esperando un aplauso que nunca fue nuestro.
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