Todos los megamillonarios van al cielo
Es un hecho comprobado y de público conocimiento que la iniciativa de la carrera espacial pasó de manos de los estados nacionales a las de los supermillonarios, al menos en los EE.UU., y que Elon Musk con SpaceX, Richard Branson con Virgin Galactic y Jeff Bezos con Blue Origin se han convertido en los promotores y publicistas de esta nueva etapa de la “conquista del espacio”. El propósito declarado, al menos del primero y más vocal de ellos, es “hacer de la humanidad una especie interplanetaria”; el oculto, según sus detractores, es seguir explotando los recursos de la Tierra hasta agotarlos y luego mandarse mudar a Marte y dejarnos a todos pagando. Este segundo “proyecto” ya fue anticipado por el siempre genial William Burroughs, en una de las novelas de ciencia ficción más experimentales e ilegibles (en el mejor sentido de la palabra) jamás escritas, Nova Express (1964); en ella los “criminales nova” se dedican a saltar de planeta en planeta, explotándolos hasta el límite y abandonándolos antes de que estallen: “Empaca tus armiños, Mary –Nos largamos de aquí ahora mismo”. Los venusinos (se trata de una conspiración venusina, ya que no sería creíble que los seres humanos fueran capaces de hacerle eso a su propio planeta, al menos en una novela) han monopolizado la inmortalidad y la conciencia cósmica (hoy internet) y “vendido el suelo bajo los pies de los nonatos”, como viene denunciando Greta Thunberg, como despliega la acción de la novela El ministerio del futuro (2020) de Kim Stanley Robinson.
Tengo entre mis manos un libro relativamente reciente (meses son años en estos tiempos que vuelan) Ciencia ficción capitalista, del argentino Michel Nieva, una apasionada denuncia de esta nueva conspiración, ya no de venusinos sino de terrícolas, pero abocados como aquellos a controlar los tres portales del futuro: la inmortalidad, el control de internet y la IA, los astros habitables del espacio exterior. Entre las muchas gratas sorpresas que me deparó su lectura estuvo la de descubrirlo glosando y desglosando una frase en la que también se encarniza la novela en la que estoy trabajando, Tamerlán desencadenado – una continuación de Las Islas treinta años después: “Porque si alguna vez se dijo que era más fácil imaginar el fin del mundo, que el fin del capitalismo, las corporaciones ya desarrollaron ese capitalismo extraterrestre que sobrevivirá al fin”, en la formulación de Nieva; “Habrá escuchado el chiste, hoy por hoy, es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. No es un chiste: el fin del mundo está a la vuelta de la esquina y el capitalismo nos va a durar para siempre. Tienen razón todos esos fanáticos que nos acusan de arruinar el planeta. Claro, la conclusión que sacan es que hay que terminar con el capitalismo, y ahí es donde la pifian: con lo que hay que acabar es con el planeta” en la del también magnate lanzado a la carrera espacial Fausto Tamerlán.
No le falta razón a Nieva cuando reclama, como también lo hacen Naomi Klein y tantos otros, que mejor sería destinar los desmesurados recursos que exigirá la colonización espacial a preservar la vida y los ecosistemas de nuestro planeta (por no hablar del turismo espacial, que tuvo su último capítulo en la farandulera excursión suborbital de Katy Perry y amigas en el cohete de Bezos); pero también es cierto que, tal vez por su énfasis didáctico y polémico –el género de la denuncia, como todo género, tiene sus obligaciones y restricciones– estos enfoques terminan acorralados, tal vez a pesar suyo, en disyuntivas tajantes: o colonizamos Marte, o cuidamos el planeta. A mí, personalmente, me excita enormemente la posibilidad de ver colonias humanas en otros planetas y sus satélites, la luna, en Marte, en Mercurio y las lunas de Júpiter (o al menos de saber de ellas: no creo que Musk me incluya en su lista de invitados); como sucede en la Trilogía de Marte del mismo Robinson, y en su novela 2312 sobre la colonización de Mercurio.
El Homo sapiens es una criatura inquieta: podría haberse quedado tan campante mascando nueces en las planicies de su acogedora África natal, como sus ancestros inolvidablemente retratados por Stanley Kubrick en 2001. Odisea del espacio, pero llevaba adentro un hormigueo que no le daba paz, y así se desperdigó por Europa y Asia, pasó a América por el Estrecho de Bering y en poco más de diez mil años ya estaba en Tierra del Fuego, a la par que saltaba de una a otra de las islas del Pacífico: si no siguió andando y navegando fue porque se le acabó la tierra. Se abre ante él la posibilidad de seguir saltando, ahora de planeta en planeta.
Es significativo que al menos dos de los megamillonarios con vocación interplanetaria, Musk y Bezos, hayan manifestado su admiración por la Trilogía de Robinson, en la cual a lo largo de más de dos mil páginas distribuidas en tres novelas (Marte rojo, Marte verde, Marte azul) el autor cuenta la colonización y terraformación de Marte: su monumental obra puede leerse como novela y también como manual de instrucciones para hacer del planeta rojo una segunda tierra. Pero Robinson, tal vez por haberse formado con el gran crítico marxista Fredric Jameson, autor de uno de los mejores libros sobre ciencia ficción jamás escritos, Arqueologías del futuro (2005), entiende de dialéctica, y sabe que un proceso iniciado bajo las banderas del imperialismo y el capitalismo extractivo puede darse vuelta como una guante: al cabo de treinta años los colonos marcianos, al igual que los norteamericanos a fines del siglo XVIII y los latinoamericanos a principios del XIX, se hartan de ser colonia y tras cortar el cable del ascensor espacial comienzan una serie del revoluciones tras las cuales Marte se independiza y convierte en el terreno donde se hacen posibles todas las utopías que fracasaron en nuestro planeta: el ángel de la historia que imaginó Walter Benjamin puede reparar las ruinas del tiempo, impulsado ahora por el viento del progreso.
La posibilidad de una humanidad interplanetaria también era el sueño de Carl Sagan y Stephen Hawking, y puede ser el de todos, no apenas el de unos pocos megamillonarios maquiavélicos. Como señala el propio Nieva en el capítulo “Ciencia ficción comunista” también existió alguna vez el proyecto de exportar el socialismo al espacio, sueño tal vez disparado por el emblemático encuentro de H.G. Wells y Lenin y que tuvo su capítulo local en la ufología trotskista de J. Posadas, que encantadoramente postularía en (cuándo no) 1968 que ninguna civilización avanzada podía no ser socialista, y que los extraterrestres estaban esperando que nos sacudiéramos el yugo del capitalismo para manifestarse. Tal vez lo que deberíamos cuestionar no es el sueño en sí, sino su apropiación por parte de las grandes corporaciones. Negarlo es regalárselo a ellos y colaborar con nuestro propio despojamiento.
*Escritor.
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