“Lo tenemos totalmente bajo control”, dijo el presidente Donald Trump el día después de que se confirmara el primer caso de COVID-19 en Estados Unidos el 21 de enero. En ese momento, China y Europa luchaban contra un virus tan desconcertante como mortal. Ocho días después, suavizó un poco el tono diciendo en un mitin: “Saben, es algo con lo que debemos ser muy, muy cuidadosos”. Pero nadie sabía qué tan malo podría llegar ser, ya que los modelos pronosticaban muertes desde unos pocos miles hasta 240.000 o más.
Ahora, 100.000 murieron, 126 días después del primer caso y 87 días desde que los CDC anunciaron la primera muerte, el 29 de febrero en el estado de Washington. Las personas de la tercera edad han llevado la peor parte, aunque ahora los niños sufren de una condición extraña, que a veces llega a ser fatal. En Nueva York, 799 personas murieron en un solo día, el 9 de abril. Dos días después, EE.UU. superó las 20.000 muertes, situándose en primer plano con el mayor número de fallecimientos por COVID-19 en el mundo.
Este hito es concreto. Es como si la ciudad de South Bend, Indiana, desapareciera o Albany, en Nueva York, donde el gobernador Andrew Cuomo presentaba un panorama que difería de las sesiones informativas de Trump. El número de personas que murieron es igual a aproximadamente la mitad de todos los empleados de McDonald’s, antes de la cuarentena, o dos estadios de los Yankees con entradas agotadas. Ahora, después de enfrentamientos por los tapabocas, el distanciamiento y la inimaginable destrucción económica, los 50 estados han comenzado una reapertura que va de la mano con política electoral y miedo. Además, ante una tendencia creciente de las defunciones de la nación, la pregunta que sigue sin respuesta es cuál será el costo humano.