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Apuntes en viaje

Al otro lado

Los fresnos escupen las nervaduras desflecadas que forran las veredas de un amarillo amarronado. En instantes la oscuridad llegará precipitada para cerrar el día como una almeja.

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| MARTA TOLEDO

Agazapado en la insondable oscuridad de la noche, el niño percibe el futuro inminente con la claridad y determinación de una hecatombe nuclear. Encerrado en la habitación, ovillado en aquel crescendo de zozobra etcétera, está metido en un túnel de huesos que lo aterra; tiene los pómulos húmedos e hinchados por el llanto. Acaso las aventuras que proponen los autores que incorpora ofrecen algo cercano a la dispersión. Pero para un escolar que amanece a las 6 a.m., la vigilia se transforma en una dilatada procesión de sopor. Hoy, como todas las noches, asiste con la misma extrañeza al espectáculo de la crueldad.

Al otro lado de la puerta, el padre repite el estribillo: discute con la esposa, fuerte, la maltrata; se oyen golpes, vasos estallan, otras puertas colisionan; se encienden luces en algunos rincones de la casa, se clausuran otras, los vecinos bajan las persianas. El alcohol florece como antídoto para exfoliar los espantos de la guerra, disipar los filtros, y entonces sí acaece la tormenta. Y más vale mantenerse al margen. Mientras el joven lector alterna su atención entre los renglones que deglute y el picaporte de la puerta que escudriña con una estabilidad incomprensible, descarga paladas de adrenalina. “La verdad es que tenía miedo de que mi viejo nos cagara a tiros”, dice ahora mi amigo J.V., reconocido guionista cinematográfico, en esta cálida tarde de junio. Está sentado debajo del televisor que sintoniza uno de esos programas que escupen la angustia de vivir. Con cada intervención despliega una sonrisa estrecha que imprime en el rostro un gesto dócil, cándido, amable. Ostenta unos jeans azules clásicos, zapatillas negras de lona, remera blanca y chorros de electricidad contenida. Sin embargo, no hay en su postura impulsos de voltaje súbito. Su aspecto no puede ser el de un duro, sino del que viene de una noche larga. Cada tanto campanea alrededor, hunde la mirada en el aire, flota en remolinos de estremecimiento. Pero basta que sonría, los ojos enrojecidos y soñolientos, para que la expresión se disuelva. Aprovecha un repentino cambio de aire para hablar: “Lo que empecé a hacer fue leer para no dormirme, para estar atento por cualquier cosa, pero como me dormía igual, decidí ponerme a escribir, sentado. Entonces leía hasta la medianoche más o menos y luego escribía poesía sentado. Así me volví escritor, por necesidad”.

Con el café llegan más conversaciones, enhebradas en su factoría, enraizadas a situaciones ordinariamente corrosivas. Cuando se lo escucha uno tiene la impresión de que una máquina de narrar se ha echado a andar. No son solo sus anécdotas personales las que le conceden este don. Es también, básicamente, la forma en que cuenta. En algún momento volverá sobre la historia del padre para abrigarlo con un manto de condescendencia: “Al final mi viejo no nos mató, tampoco se separó de mi mamá pese a que estaban en juicio por divorcio. Lo que hizo en realidad fue intentar matarse, padecía una depresión profunda”. Si vale la pena indagar en el lenguaje que despliega en sus textos es porque aquí su prosa, una ideología de la escritura, se afirma con rasgos propios, recortándose de la sombra inhibitoria de las lecturas que lo formaron.

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Afuera, el sol del atardecer rueda sobre el asfalto, adquiriendo en el deslizamiento tonalidades vesperales, otorgando una luz de fantasía al exhibidor de bebidas detenido en la entrada del café, que a esta hora comienza a poblarse como las calles del barrio estéril, armónicos cuerpos deambuladores arrastrados por las expectativas. El vuelco es asombroso. Desde lo alto, los fresnos escupen las nervaduras desflecadas que forran las veredas de un amarillo amarronado. En instantes la oscuridad llegará precipitada para cerrar el día como una almeja.