Alberto Fernández ha comenzado su presidencia con un objetivo: unir. Tiene un problema: Cristina Fernández de Kirchner, que siempre divide. Casi como si fuera un slogan de campaña electoral, esa es la ecuación política que han dejado a la vista los primeros días del nuevo gobierno.
Alfonsín y Cristina. El discurso del Presidente ante la Asamblea Legislativa tuvo la impronta de aquellos que supo pronunciar Raúl Alfonsín y que constituyen su legado histórico. Un legado de pluralidad y respeto hacia el que piensa y opina diferente, virtudes esenciales de la democracia que el kirchnerismo pisoteó y que Mauricio Macri y su núcleo duro poco hicieron –más allá de las palabras– por revivir.
“Yo quiero ser el presidente de la escucha, del diálogo, del acuerdo para construir el país de todos”, dijo en la parte final de su discurso Fernández. Y dio en la tecla: como se ha dicho ya, una y mil veces, si esa grieta no se revierte, no habrá plan económico que pueda sacar a la Argentina del fangal en el que la han dejado la suma de los dos gobiernos de CFK y el de Macri.
Ese mensaje de unidad del Presidente, acompañado por los gestos que tuvo en el Congreso, tanto con su predecesor como con la vicepresidenta saliente –cuya silla de ruedas empujó hasta el estrado–, en nada fue acompañado por Cristina Kirchner.
Todo en ella –su gestualidad, sus actitudes,sus discursos y sus obsesiones– no ha hecho más que confirmar su narcisismo y egocentrismo, factores patológicos de su personalidad, de enorme y negativa influencia en sus conductas públicas y privadas.
A eso hay que agregarle una nueva falacia. En su libro Sinceramente cuenta que, en 2015, no le entregó los atributos del mando a Mauricio Macri porque quiso evitar la foto de ese momento histórico, porque a su juicio hubiera equivalido a una capitulación. Sin embargo, en las horas previas a la asunción de Alberto Fernández dijo que había sido la Justicia la que le impidió cumplir con ese acto protocolar de alto valor institucional. ¿Dónde estará la verdad?
No fue esa la única instancia en que la vicepresidenta puso su impronta. En el acto de asunción de Fernando Espinoza como intendente de La Matanza habló del complejo tema de la coparticipación con una alusión directa y crítica a la ciudad de Buenos Aires, que –oh, casualidad– gobierna Horacio Rodríguez Larreta. Más allá de la clara intencionalidad política de su declaración, lo que hizo fue marcarle la cancha al Presidente.
Es una mala manera de comenzar la gestión ya que, con actitudes como esta, la vicepresidenta no hace más que azuzar el dilema fundamental que se le presenta a este gobierno: ¿cuál es el poder real de Alberto Fernández? ¿Cuán exitoso podrá ser en vencer la grieta cuando CFK se empeña a diario en ahondarla?
Justicia. Uno de los puntos claves del discurso del Presidente fue el referido a la Justicia, donde la palabra de moda es “lawfare”, la utilización de la Justicia como instrumento de persecución política, una metodología que existe, es peligrosísima y repudiable.
Ahora, ¿es correcto decir que CFK, Lázaro Báez, Julio De Vido, José López, Roberto Baratta, Amado Boudou, Ricardo Jaime, son víctimas de una persecución politica? ¿Los bolsos de José López son producto de la persecución política? ¿Las causas por los sobreprecios de las obras adjudicadas a la empresa de Lázaro Báez? ¿Lo descrito por Oscar Centeno en los cuadernos? ¿Las investigaciones por las coimas pagadas por Odebrecht? ¿Lo denunciado por Víctor Manzanares, el contador del matrimonio Kirchner? ¿La causa Ciccone? ¿Las condenas por la tragedia de Once?
Por si algo faltaba a ese menú, generó polémica la designación por parte de Axel Kicillof de dos funcionarios con procesos judiciales en marcha: Daniel Gollán, como ministro de Salud, y Cristian Girard, como director ejecutivo de ARBA. La justificación que dio el gobernador fue que esos funcionarios son víctimas del lawfare. Increíblemente, la Ley 10.430, que rige el ingreso del personal de la administración pública de la provincia de Buenos Aires, exceptúa a los ministros, secretarios y subsecretarios de la aplicación del artículo 3, que expresa que no podrá ingresar a la administración pública “quien tenga proceso penal pendiente”.
Economía. La presentación del ministro de Economía Martín Guzmán había generado una gran expectativa. Por eso su conferencia de prensa decepcionó. El planteo del problema de la deuda y sus anuncios genéricos fueron un compendio de buenas intenciones. Pero se quedó ahí. No podía hacer ningún anuncio concreto por dos razones: porque falta aún la sanción de la ley que declare la emergencia económica y, fundamentalmente, porque no había ninguna medida buena para anunciar. Todo lo que viene son pálidas”, expresó con toda crudeza una voz del Gobierno.
El botón de muestra de esto se vio ayer con el anuncio del aumento de las retenciones a las exportaciones de granos: 18% para los cereales y 30% para la soja.
El asunto de la deuda es el tema esencial sobre el que está trabajando el flamante ministro, quien, cuando su posible designación no era más que un rumor, tuvo una reunión con la directora gerente del FMI, Kristalina Georgieva, y el economista venezolano Luis Cubeddu, reemplazante del italiano Roberto Caldarelli como jefe de misión del Fondo para la Argentina. De su presentación hubo dos datos rescatables: la confirmación de que no habrá emisión monetaria, y que se irá a una renegociación amigable de la deuda con el FMI y los acreedores privados.
Guzmán enfrenta un problema similar al que tuvieron sus antecesores durante la presidencia de Macri: su ministerio está devaluado porque deberá negociar medidas de su incumbencia con el Ministerio de Producción, el de Transporte y con el Banco Central.
El apellido Guzmán es motivo de polémicas entre los estudiosos de la etimología de los apellidos, algunos de los cuales sostienen que tiene origen germano y que su significado es “hombre bueno”. Ojalá lo sea y que la palabra “bueno” aquí sea sinónimo de honestidad y eficacia en el diseño de las medidas que le permitan superar a la Argentina el drama de esta hora.