Años antes de que se hiciera universal la aplicación telefónica que le permite a los niños atrapar pokemones, Alberto Fernández había iniciado ese juego en la vida política. Con menos tecnología y gasto de batería, como le ocurre a este entretenimiento infantil.
Transversal. Esa labor de cazadores hasta introdujo un verbo nuevo en la lengua castellana: borocotizar. No era Fernández un solitario en la selva: acompañaba a Néstor Kirchner y su pieza mayor fue seducir al radical Julio Cobos, al que convirtieron en vicepresidente de la Nación. Cobos luego fue sumergido por Cristina al haber desertado de la doctrina oficial en la pugna contra el campo y pronunciarse con el voto “no positivo” (de esa reunión final entre ambos en la Casa de Gobierno, no hay testimonios de las partes, falta quizás que algún día Sergio Massa relate lo que escuchó y vio en ese encuentro).
Tentaba el dúo Néstor-Alberto con la democrática “transversalidad” de su propuesta y la conveniencia de sumar voluntades para ganar elecciones. Mismo concepto publicitario que explica la última incorporación al Gobierno de Ricardo Alfonsín, próximo embajador en España.
Nada nuevo. Poco de nuevo ofrecen estos pokemones. Ya Perón lo hizo en su primera etapa con otro vice radical (Hermes Quijano) y algunos socialistas. Las administraciones militares fascinaron a figuras provinciales de la UCR; Arturo Mor Roig fue ministro de Lanusse; volvió Perón con canjes en el Frejuli del 73 y hasta el propio Alfonsín padre, bajo la invocación del Tercer Movimiento Histórico, logró adhesiones peronistas. Macri no estuvo al margen: lo llamó a Pichetto. Nunca cesa la atracción del poder.
Para Alberto, la convocatoria a Alfonsín hijo ha sido un triunfo político personal, más por el apellido que por el arrastre partidario de Ricardo, quien exageró en aclaraciones sobre el premio de instalarse en Madrid.
Cuesta entender por qué no aceptó ser embajador en París cuando le ofreció esa posibilidad la ex gobernadora Vidal y juntos integraban esa entente de gobierno, mientras hoy, en cambio, se anota como opositor en la invitación que le acercaron los Fernández. Nadie lo ubicaba tan cerca del kirchnerismo explícito, ni tan ferviente sostén del proyecto.
Sorprendió, además, con un razonamiento: este consentimiento obedece a que, como escribió antaño Mariano Grondona sobre las vocaciones estatistas de los dos partidos, el peronismo y los radicales son lo mismo.
Tardío descubrimiento, en todo caso (aunque no debe olvidarse que alguna vez se asoció a Francisco de Narváez quien, al menos, tenía una biblioteca de Perón y el uniforme). Para Ricardo, ese pensamiento también anidaba en su padre, debe saberlo por herencia. Pero hay reservas sobre esta declaración. Por ejemplo, pocos creen que Kirchner e Illia sean lo mismo. Ni siquiera que Alfonsín padre sea lo mismo que Kirchner.
Y mucho menos participaba de ese criterio de identidad el entorno más querido del ex mandatario, sus amigos del alma, influyentes y ex ministros como Raúl Borrás, Germán López o Roque Carranza, todos comprometidos con la Revolución del 55 y el antiperonismo más beligerante. Sí parece complicarse con la historia, el presente se le vuelve más dificil al nuevo embajador: deberá representar en el exterior y señalar –entre otras lindezas– que el Law Fare en la Argentina de Macri fue tan pecaminoso que merecen la nulidad procesal las confesiones escritas de empresarios y funcionarios porque no fueron filmadas ni digitalizadas en technicolor, ni grabadas en hi-fi stereo con sistemas multiroom. Apenas, como se sabe, son documentos con firmas de puño y letra, una antigüedad.
Brandoni. Si a éste hijo de Alfonsín lo alaban en el Gobierno, a otro radical cercano al padre lo vituperan sin cesar, y proponen enjuiciarlo: Luis Brandoni, tenaz crítico y ahora con un altavoz que no mostró cuando fue legislador. Esa estridencia del actor provoca una dura campaña mediática porque, entre otros enojos, le imputan haberse referido como “asesina” a Cristina de Kirchner por la muerte del fiscal Nisman en un acto.
Rara acusación al actor que siempre ha caminado en puntas de pie para referirse a la actual vicepresidenta, evitando referencias personales a pesar de su oposición al Gobierno, una conducta que tal vez, provenga del compañerismo por haber compartido la misma Cámara (Diputados) en el pasado. Nunca los ávidos periodistas le arrancaron una descalificación odiosa sobre Cristina, cuestión que parece ignorar la corte que rodea a la dama, no ella precisamente.
Bonadio. En el mercado de la política y sus mutaciones también intervienen las muertes. Y los intereses que desatan. Como la del juez Bonadio, una personalidad recalcitrante, de comprensible desdén para el cristinismo, a pesar de la veneración común por el papa Francisco (que lo conoció cuando era seminarista). Ni el Sumo Pontífice resolvió el pleito, que tampoco se zanja con la partida de Bonadio, quien se ocupó por elevar la mayoría de las causas de corrupción a magistrados de superior rango en un esfuerzo extraordinario en los últimos meses, cuando temblando y con pérdida parcial de la vista de un ojo firmaba los expedientes.
Desde que lo operaron de un tumor en la cabeza, el año pasado, supo que el desenlace fatal sería en breve, y, a su manera, pretendió dejar un sello de su paso por la Justicia. Paso que ninguno de sus colegas federales y de otros fueros parecieron lamentar con nombre y apellido, apenas se incluyeron en una representación colectiva, anónima.
Tal vez no era apreciado o, prevenidos por los nuevos aires políticos, muchos jueces optaron por no salir a escena. Al revés del entramado favorito de Cristina, que lo cargó con todo tipo de reproches por sus investigaciones y hasta le endosaron responsabilidad en la muerte de Timerman por no disponer de atención médica suficiente al cáncer que lo torturaba.
Derivaciones curiosas, ya que hace pocos meses murió Juan Carlos Vignau, ex cónsul en los Estados Unidos, a quien sucedió Timerman en el puesto luego de una serie de acusaciones explotadas con malidicencia mediática. Nunca se recuperó de ese ataque Vignau, acumuló un estrés que lo llevó a la tumba, según también quienes más lo querían.