A Julio se le muere la mascota. Dolor inconmensurable. Durante unos días no habrá como reconfortarlo. La caniche tuvo de todo: comida balanceada, servicio de baño y peluquería, juguetes, rascadores, vestiditos, accesorios para el pelo, botitas y hasta unas mini-crocks. “Vengo con mi hija”, decía cuando caía con ella en un carrito como los de los bebés, agradecido porque haya cada vez menos lugares de acceso prohibido a los animales domésticos. Vivieron un montón de años juntos, los dos solos en el departamento con balcón terraza protegido contra caídas porque a ella le gustaba saltar. Cuando se enfermaba, él faltaba al trabajo para cuidarla. También le hablaba constantemente y le enseñaba sin éxito a hacer algunas gracias. Como algunos –o quizás muchos– de los que tenemos mascotas, le adjudicaba razonamientos complejos, rasgos de personalidad incomprobables, elucubraciones, planes, aspiraciones, gustos y deseos humanos. Hay un viejo libro titulado Como conocer a su gato, de un veterinario francés, Fernand Mery, quien llega al colmo de esta práctica, asegurando, por ejemplo, que hay gatos fans de Debussy o adictos a los polvorones y que incluso es probable que algunos tengan “la facultad de la videncia”.
En 2020 se publicó Cartas a un joven pintor, con la correspondencia que Rainer Maria Rilke dirigió entre 1920 y 1926 a Balthus, a quien había conocido de nene, mucho antes de que se transformase en un pintor millonario, genial y, para algunos paladares, polémico. La primera vez que se vieron, Balthus, que por ese entonces tenía 11 años, se apresuró a mostrarle una serie de ilustraciones en blanco y negro sobre la traumática pérdida de su gatita Mitzou. Obviamente eran buenísimas y Rilke alucinó al punto de conseguir que se publiquen. Además, las prologó en francés, haciendo hincapié en la, si se quiere, fallida relación especular que construimos con nuestros animales. Se pregunta, por ejemplo: “¿Qué actitud adoptan los gatos? Los gatos son solo eso: gatos. Y su mundo es, de principio a fin, un mundo felino. ¿Crees que nos miran? ¿Alguien sabe realmente si se dignan registrar por un instante en la superficie hundida de su retina nuestras insignificantes formas? Cuando nos miran fijo, tal vez solo nos estén eliminando mágicamente de su mirada, eternamente saciada. Es cierto que algunos de nosotros nos dejamos llevar por su persuasión y sus mimos eléctricos. Aunque hayamos visto la forma extraña, brusca y descortés en que nuestro animal favorito suele interrumpir los efusivos gestos que imaginábamos que eran recíprocos ...” Sobre el final, Rilke le habla paternalmente a Balthus sobre algo relacionado a la desaparición de Mitzou, que es bastante universal. “¿Sigue viva? Vive dentro de ti, y sus despreocupadas travesuras de gatita, que antes te divertían, ahora te conmueven: cumpliste con tu obligación a través de tu minuciosa melancolía. Y así, un año después, te descubrí más alto, consolado”.
Los animales también tienen derechos
Aunque no aumentó en altura porque tiene 40 años, como Balthus, Julio se fue recuperando. No aparecen los llantos irrefrenables al recordar a su caniche, y tampoco la recuerda tanto. Hebe Uhart decía que una de las cosas que más le gustaban de los cubanos con los que había tratado en sus viajes era que cuando un romance iba mal, pasaban rápidamente a otro. “No se hacen problema –explicaba con su risa de duende– un clavo saca otro clavo”. Sobre la función esencial de su perrita, Julio aseguraba: “Canalizo la necesidad de ser padre, la cuido como a un hijo”. Es difícil negarlo, pero un clavo saca otro clavo. Unos amigos le regalaron un cachorrito esponjoso, fortuito heredero de un botín hecho de decenas de objetos de consumo adquiridos en Pet shops, pero, sobre todo, de la atención devota de él. La caniche es ahora una evocación esporádica, su peso en el recuerdo es tan ligero como los pocos kilos que pesó en su vida de “perrhija”. Por motivos en general vinculados a la ternura, la compañía o la fidelidad, las mascotas se hacen amar intensamente, pero sabemos que, como los amores de los cubanos de Uhart, no son de por vida. De entrada, es claro que lo más seguro es que las vamos a ver partir. El golpe de sus muertes se amortigua al saberlo previsto. Nos permiten adorarlas sin someternos al mismo sufrimiento, a veces enloquecedor, de las pérdidas de quienes son como nosotros. La brevedad prefijada de sus vidas respecto de las nuestras es, posiblemente, parte de su benevolencia. El dolor de no verlas más, está de antemano compensado con todo lo que pudimos sentir y proyectar sobre ellas. Quizás por eso tantas personas las prefieran a los hijos, esa “industria de producir terror”, como escribió Sergio Bizzio en Era el cielo.