“El ser humano –decía uno de los más grandes oradores modernos– se habría indignado con Roma si esta hubiera permitido a Cesar morir como los demás hombres; la gloria del Cesar es tan grande que merecía la corona de un gran infortunio. (…) Napoleón debía morir derrotado en Waterloo; era necesario que proscrito por Europa fuera introducido en la tumba cavada para él con la mano de Dios desde el inicio de los tiempos; era necesario que hubiera entre él y el mundo una fosa ancha y profunda, una fosa que pudiera albergar al océano”, escribe Léon Bloy en el ensayo que abre De un experto en demoliciones, críticas para Le Chat Noire. Aunque el tema central es el de las pasiones y dolores de la vida, la idea planteada en este fragmento, de un final “correcto” o “adecuado” para alguien importante, me dejó con ganas de más. Es que, producida en circunstancias épicas, sacrificiales o extrañas, la muerte de alguien ilustre ofrece un goce parecido al de un cuento con un cierre perfecto. Si, para colmo, es antes de los 40 años (hay decenas de casos célebres, de Eva Perón a Marilyn Monroe, del Che Guevara a James Dean) podrá suscitar muy fácilmente esa emoción tan valorada por Bloy que es el dolor, al que caracteriza como contracara del entusiasmo. Nadie como el que habiendo hecho mucho, pero con mucho por hacer todavía, se cristaliza en una imagen imperecedera. No es necesario ser napoleónico o católico –y aun menos peronista, zurdo o fan del cine norteamericano– para sentir atracción por la manera de morir de una persona trascendente.
En el mundo del teatro, casi tan cabulero como el de los burros, el amarillo aterra desde hace siglos. La leyenda dice que, en febrero de 1673, vestido de este color, Molière muere interpretando a Argán, en El enfermo imaginario. Pese a que las versiones más serias indican que tuvo un dolor de pecho muy fuerte mientras actuaba, pero el deceso fue en su casa, unas horas después, es más lindo pensar que fue con las botas puestas, en el clímax, sobre el escenario, su elemento. Ya muy enferma, Édith Piaff encara, contra las advertencias de los médicos, lo que sus cercanos llamaron “una gira suicida”, a lo que ella contrapone el argumento “sin cantar me moriría”, probado como falso el 11 de octubre de 1963. “El barco se acaba de hundir. Este es mi último día en esta tierra”, dice, supuestamente, al enterarse Jean Cocteau, quien había escrito una pieza para ella, y la sigue al más allá en la misma fecha. Es que la muerte asociada al trabajo artístico es un fenómeno que abona a las especulaciones poéticas o fantasiosas. Vida y obra se trenzan en el último acto y cae el telón.
Sobre el suicidio de Van Gogh, por ejemplo, se fuerza la aplicación de la epopeya artístico-laboral, al menos en el relato de quienes aventuran que se pega el tiro mientras está pintando –en una mano la paleta, en la otra el revólver– y cae al lado del caballete. A Georges Bizet, se lo describe frecuentemente en su lecho mortuorio, sufriendo por lo que en 1875 se conocía como angina de pecho y por la certeza de que su ópera más famosa sería un fracaso. Es Carmen, la sevillana intrigante que él creó, y no la enfermedad, quien termina por infartarle/romperle el corazón. En este tren, podemos llegar a leer la prematura partida de Boris Vian, en el cine, viendo la adaptación de Escupiré sobre vuestra tumba, bajo el mismo prisma: dar la vida por lo que hacemos. Aparecen enlaces extravagantes: Buddy Holly, Ritchie Valens y The Big Booper de gira, subiendo, como Gardel, Barbieri y Le Pera a un avión que los llevará al otro mundo; Sergio Denis, como Molière, embestido por la Parca frente al público. Por acontecer en horas de trabajo, incluso muertes que en otras circunstancias (una vacación, un accidente en la bañera, una indigestión por comer algo vencido) pasaban sin tanta pena ni tanta gloria, se hicieron inolvidables.
El creador de Astroboy, Osamu Tezuka, tenía cáncer, pero nunca dejó de dibujar. Si damos por cierto lo dicho en algunos blogs, se puede pensar que alcanzó a ver el aura especial que trae ser una suerte de proletario del arte (en general víctima de la autoexplotación) entregado, hasta en los momentos postreros, de cuerpo y alma a su pasión productiva. Casi gritó –afirman los otakus– antes del último suspiro: “Y ahora ¡a trabajar!”. Pero a mi manera –quizás un poco chauvinista– de ver, el artista plástico y performer argentino Alberto Greco fue el más contundente de todos. No se aleja de la verdad Wikipedia, al decir, con su horrible redacción habitual: “La propia muerte del artista se convierte en la más radical de sus intervenciones artísticas”. Estando en Barcelona, con 34 años, ingiere una sobredosis de pastillas. En la pared, escribe: “Esta es mi mejor obra”, y en su mano izquierda, “Fin”.