Miren la foto. ¿A quién les recuerda? ¿No les resulta conocido? Será la memoria de la infamia que no cesa. Será, acaso, marzo, por los cuarenta años del golpe, la dictadura, los desaparecidos y el dolor de la ausencia permanente. Será, tal vez, abril, por Malvinas y los pibitos enviados por un borracho a morir en la guerra. O será, sencillamente, que al fin de cuentas todos los asesinos acaban pareciéndose en la mirada, en las manos esposadas y en el agobio de sobrellevar los cuerpos y las caras de sus víctimas sobre los hombros y la conciencia. No sé por qué, pero en Jaime veo a Videla.
A cierta edad, en ciertos meses, a cierta hora, la cabeza flashea imágenes, visiones eléctricas, violentas, que se encienden y apagan entre parpadeos y escalofríos. Debe ser una manera saludable de descargar a tierra las pesadillas para que se pueda llevar en paz el día a día. Amanecer, después de todo, de saber que al fin Videla murió en la cárcel y que Jaime ya está adentro, ayuda. No calma, pero ayuda a seguir. Si mantenemos en alto la voz, las ganas y el reclamo, seguramente el tiempo y la justicia, lenta pero incansablemente, soplarán a favor de los deseos de que caigan todos los que son y han sido, los de antes, los de ahora y los que vengan.
Así es que, vaya uno a saber por qué, tanto tiempo después, un tipo en cana, Jaime, acusado de robarse fortunas que podrían haber servido para aliviar y mejorar condiciones miserables de vida o, al menos, para prevenir que la gente no la perdiera sólo por tratar de andar, de salir a trabajar, de viajar, de vivir, me lleva a evocar a un criminal, Videla, condenado por secuestros, torturas, violaciones, asesinatos masivos y robo de bebés. No es por ánimo de comparar, sólo de seguir el reguero de sangre para saber de dónde viene tanta y adónde nos lleva. Las personas no desaparecen sólo cuando se las tira desde aviones al mar, también cuando se las aplasta en un vagón de tren, o cuando se las olvida y abandona en su desesperación.
El crimen es el mismo, ejecutado por militares, por gendarmes o policías de “gatillo fácil” y sobres, por “barras” que trabajan para los “capos” sindicales, o por funcionarios que amparan narcos, se asocian a empresarios que lavan guita, piden retornos, “operan” a los jueces y matan ejerciendo el mando a distancia. El dolor no tiene régimen, jerarquías, ni contexto ni medida para quien sufre la pérdida. La ira, la indignación, sólo puede ser consolada y reparada en parte por el juicio y el castigo.
La dictadura de la corrupción sucedió a la dictadura militar. Igual que entonces, las tres fuerzas armadas de la política, el peronismo, el radicalismo y sus Alianzas se asociaron en bandas para asaltar el Estado y repartirse los negocios. Sus socios y testaferros, los Báez y Cristóbales López de todas las épocas, se hicieron millonarios con los fondos públicos. Los “grupos de tareas” de entonces se organizaron, en democracia, como “mafias” al servicio del poder de turno. Sus crímenes, como los de la dictadura militar, deberían ser declarados imprescriptibles y de lesa humanidad.
Perdidos en el laberinto de nuestra historia reciente, los ciudadanos nos enfrentamos a monstruos que se alimentan de cuerpos y sueños siempre jóvenes. A cada nueva generación, a fuerza de “relato”, le chupan y saquean esfuerzos, voluntades, esperanzas, ilusiones, bienes y recursos. Como los generales del terror, la cabeza cortada de uno se justifica en la “obediencia debida” a los otros. “Hice lo que me ordenaron”, dijo Jaime. Pregunten a De Vido, dice Báez. Pregunten a Cristina, dice De Vido. Pregunten a Néstor, dirá Cristina. Y el muerto se reirá de los degollados.
Seguir el hilo de odio y de sangre no nos llevará a la salida. “En su noche toda mañana estriba: de todo laberinto se sale por arriba”, escribió Leopoldo Marechal, en Laberinto de amor. Tal vez, como dice una canción de Lito Nebbia, sólo se trate de vivir. Y de crecer. De hacer crecer la democracia con más investigación, más información, más justicia. Caiga quien caiga.
*Periodista.