Recuerdo por ejemplo la película El censor, dirigida por Cristian Pauls y basada en Miguel Paulino Tato. Recuerdo la imagen de Ulises Dumont, que es quien la protagonizó, en el gesto de aplicar la vista sobre la propia cinta de celuloide, revisando cuadro por cuadro, la mirada lo más cerca posible, el gesto escrupuloso. ¿Quién, más que el censor, habría de dedicar al cine una visión tan de pormenor, tan en detalle, tan extremadamente atenta? En las antípodas del espectador disperso y su presunta radicalidad, este era, por el contrario, el espectador más reconcentrado del mundo, el que no quería que se le escapara nada.
Recuerdo también al personaje de Arocena en Respiración artificial, la novela de Ricardo Piglia. Otro censor: intercepta cartas y las examina, una por una, renglón por renglón, con el más extremo rigor. Busca claves, mensajes cifrados, códigos encubiertos. Pretende ser un lector total. No es otra su ambición: leerlo todo y entenderlo todo. No puede concebirse, en principio, una lectura más exhaustiva que la de Arocena; así de aplicada, así de rigurosa, así de estricta. En la hipérbole de la pasión hermenéutica, llevada hasta el delirio, se propone nada menos que alcanzar la interpretación absoluta. ¿Qué lector más dedicado que este puede imaginarse o concebirse?
Porque se trata, claro está, de una fantasía de artistas; fantasía del cine, fantasía de la literatura: la de poder llegar a contar con un espectador así o con un lector así, aunque sea para el mal y para la hostilidad. Doble fantasía, en verdad: la de la propia peligrosidad, por un lado, y la de la escena de una recepción tan fervorosa, por el otro.
La realidad, sin embargo, como suele pasar, tiende a ser bastante más pobre. Los censores, salvo excepciones, son torpes y precipitados. Agobiados de prejuicios, se atropellan y leen mal, o directamente no leen; en vez de leer de más, leen de menos, y a veces no leen nada: solo tachan y tijeretean, aplastan y silencian, a golpes de preconceptos. No los impulsa ninguna pasión de lector o de espectador, sino una pura pasión de prohibir. Es por eso que en verdad no leen, no interpretan, no buscan ni dan sentido; tampoco argumentan, ni fundamentan, ni refutan, ni debaten. Los censores mediocres, que son los habituales, se entregan con mezquindad a la pura represión, al gusto de hacer callar o exigirle a algún otro que acalle, a la celosa preservación de su pretendido monopolio en el decir, a la confección unilateral de los temas habilitados e inhabilitados, a la protección de guardián rabioso de ese coto reservado a quienes sí pueden hablar (la decisión de quiénes son ya está tomada), y adonde no dejarán entrar jamás a quienes no deben hablar (la decisión de quiénes son ya está tomada) y habrán de permanecer en silencio.