Sin considerarme un especialista en nada, la fuerza de las circunstancias y la experiencia demuestra que conozco más de cine porno que muchos de mis conciudadanos. No porque me interese particularmente, sino porque en el pasado me vi obligado, de alguna forma, a consumirlo frenéticamente. A fines de los años 80 trabajé en un buque plataforma y el único entretenimiento saludable de los tripulantes era ver cine porno en el bar, dotado de un cañón que proyectaba las imágenes en una pantalla que colgaba de la pared. No es que el cine porno no atrajera mi atención, sino que, después de las primeras sesiones maratónicas (comenzaban a las 19 y terminaban a veces a las 2 de la mañana), comencé a prestar también atención a los espectadores: no vivían el cine porno del mismo modo que lo había visto consumir en alguna sala decadente de la calle Lavalle, en medio del silencio masturbatorio de los asistentes, sino con una alegría inconmensurable, como la de quien mira partidos de fútbol de su equipo predilecto y este, irremediablemente, siempre gana. Además, todos tiraban para el mismo lado, sus figuras predilectas coincidían, sus acciones y proezas eran festejadas al mismo tiempo por todos. Nunca logré trasladar esa alegría al sexo real, y tal vez no sea posible. Debe de ser por eso que nunca dejé de relacionar el cine porno con la felicidad, y tal vez es por eso que dejé de verlo.
La vida activa de las actrices porno dura poco años (salvo excepciones, como la de Jenna Jameson). Además de los atractivos, llamémoslos naturales, de las actrices, están los nombres que eligen cuando entran en la industria: algunos son tan desopilantes y crípticos como los de ciertos caballos de carrera (hay uno actualmente que se llama Catcher in the Rye: hay que jugarle). A raíz de esa corta vida activa, quien deja de ver películas porno se desactualiza en muy poco tiempo: luego de tantos años perdí cualquier noción acerca de cuáles son los nombres que hoy en día están en el centro del debate (sí, porque los amantes del cine porno debaten mucho, igual o más que los amantes del fútbol). Pero hace poco me hablaron de una actriz llamada Inari Vachs, a quien no conocía. No podía conocerla: comenzó a filmar en 1997 y lleva en su haber más de quinientas películas. Quienes la vieron en acción resaltan su entusiasmo e intensidad. Pero lo que llamó mi atención fue el apellido que había elegido: Vachs, muy parecido al de origen checo Vachss (se pronuncia como “fax”, pero con “v”), que es el de mi escritor preferido de novelas policiales, fallecido en 2021, y del que Inari es fanática. Vachss se caracterizó por levantar una catedral de obras cuya temática gira, absolutamente toda, en torno al abuso infantil. Y sus novelas, de las cuales hay solo tres traducidas al español, son el reducto más violento y moral que se pueda imaginar.
Andrew Vachss era abogado, vivía en Nueva York, y como tal dedicó toda su vida a encarcelar pedófilos. Consideraba que lo suyo era una “misión”, y dentro de ella incluía la escritura de novelas, religiosamente una por año, en la que analizaba, exploraba, trituraba y diseccionaba el mundo de la pedofilia y sus atajos, disfraces y actividades laterales. Escritas siempre en primera persona por su álter ego, Burke, son novelas difíciles de clasificar, porque las novelas policiales no suelen provocar en el lector semejante grado de fascinación y de odio. Como suele decirse de cualquier libro, en el caso de Vachss es absolutamente cierto: el que entra en cualquiera de ellos una primera vez no sale indemne, queda infectado, comienza a ver el mundo de otro modo, reacciona a ciertas cosas de otra forma, toma otras decisiones. Pocas novelas produjeron en mí un efecto tan alienante, en el sentido de que, habiéndolas leído hace una treintena de años, las sigo recordando a la perfección.
Probablemente el cine porno de Inari Vachs haya creado más lectores de Andrew Vachss que yo en todos los años que vengo hablando de él.