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De Kosteki-Santillán al Movimiento Evita

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PRUEBA DEL ASESINATO de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán gracias a las fotos de José Mateos. | José Mateos

El director de Le Monde Diplomatique edición Cono Sur, José Natanson, escribió un ensayo titulado “La nueva nueva izquierda” para el sitio regional Nueva Sociedad. Allí plantea tres tiempos: la izquierda de los años 60 y 70, de armas tomar, con Cuba, el Che y las guerrillas latinoamericanas; la izquierda de los 2000, beligerante discursivamente pero capitalista, de Lula, Kirchner, Chávez, Correa y Evo, y la izquierda actual, directamente socialdemócrata, con Boric, Petro y el Lula herbívoro aliado al PSDB (Partido Socialdemócrata de Brasil). De rojo intenso, a rojo tenue, a rosado: la primera ola planteaba una revolución, la segunda una emancipación y la tercera una integración.

“Eran los piqueteros los que encarnaban los ejércitos de la noche... el malón ancestral.”

Se puede establecer cierto paralelismo entre esa evolución de la izquierda latinoamericana y la de los movimientos inicialmente llamados piqueteros, que comenzaron en los 90, encapuchados, con palos, cortando rutas y quemando gomas, a estas manifestaciones actuales que alcanzan su cenit en los campamentos en la avenida 9 de Julio, donde la mayoría son mujeres con sus hijos. 

La misma parábola que recorre la vida del conductor del Movimiento Evita, Emilio Pérsico, quien vive en la casa que le compró a Mario Firmenich en La Matanza (Isidro Casanova): fue guerrillero en los 70 con Montoneros, a comienzo de los 90 fundó el Movimiento Patriótico Revolucionario Quebracho, a fines de esa década integró la reciente Corriente de Trabajadores Desocupados y en 2004, ya con Néstor Kirchner como aliado, fundó el Movimiento Evita. 

Un avance de la sociedad es que acepta cada vez menos la violencia, tanto de quien peticiona como del poder. Hoy se cumplen veinte años del asesinato de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, el 26 de junio de 2002, cuando la Coordinadora de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón intentaba cortar el Puente Pueyrredón, que une Avellaneda con la Ciudad de Buenos Aires, paso estratégico para los peronistas bonaerenses como Duhalde, quien presidía el país y tenía su origen en la vecina intendencia de Lomas de Zamora. Cruzar el Riachuelo tenía connotaciones simbólicas en la cabeza de esos dirigentes que todavía podían recordar historias de los descamisados cruzándolo a nado para reclamar por la liberación de Perón, detenido en la isla Martín García.

Anacronismos de los que las mentes vetustas se hacen prisioneras.

El libro Darío Santillán: el militante que puso el cuerpo, escrito por Ariel Hendler, Mariano Pacheco y Juan Rey, cuenta que para el imaginario de época “eran los piqueteros los que encarnaban a los ejércitos de la noche, los condenados de la tierra, el malón ancestral que acecha la civilización”. Para Duhalde y los gobernadores peronistas, que sabían cómo piquetes de encapuchados con palos quemando gomas llevaron al final anticipado al gobierno de Fernando de la Rúa, la “horda” de desocupados “invadiendo” la Capital era ese malón ancestral que había que contener si no se quería terminar como De la Rúa. Ordenó reprimir, el puente Pueyrredón no pudo ser tomado por los piqueteros a costa de dos muertes –los asesinados Kosteki y Santillán– y finalmente también Duhalde tuvo que terminar su gobierno anticipadamente.

Los veinte años que se cumplen de aquel episodio que cambió la historia del país, sin el cual probablemente Néstor Kirchner no hubiera llegado a la presidencia y el devenir del país hubiera seguido otro curso, promueven la reflexión sobre lo que el tiempo produce en todo. Maximiliano Kosteki y Darío Santillán tenían el secundario completo, en 2022 cumplirían 42 y 41 años respectivamente, y hoy son los hijos e hijas de esa generación los que marchan en reclamo por mayores recursos pero peor educados y peor alimentados que sus padres. Lo mismo podrían decir Emilio Pérsico (Kosteki y Santillán podrían ser dos de su diez hijos) y los Montoneros que en los 70 querían cambiar aquella sociedad por injusta, cuando las estadísticas reflejaban solo 4% de pobres contra diez veces más hoy. 

En algo se avanzó, se comprobó que la violencia física, en lugar de ayudar a resolver los problemas, los empeora. Kosteki y Santillán integraban el Coordinadora de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón, por el piquetero asesinado poco más de un año antes –el 10 de noviembre de 2000– en el corte de la Ruta 34 de Salta. Y cada asesinato en una represión terminó siendo causa de Estado, conmocionando al poder de turno, como sucedió con el maestro asesinado en Neuquén, Carlos Fuentealba o, más recientemente, Santiago Maldonado. Ya es inaceptable tirar a matar, como hace cuatro décadas ya comenzaron a ser inaceptable los golpes militares. Son capas geológicas de conciencia colectiva.

Lo mismo sucede con la subjetividad colectiva respecto de los planes y subsidios. Hasta fines del siglo XX, que el Estado entregara dinero sin contraprestación laboral era mal visto por quienes no estaban en esa situación. La crisis de 2001/2002 cambió la subjetividad de la clase media, haciéndola más solidaria, al punto de cantar “pique y cacerola, la lucha es una sola”. Dos décadas después la subjetividad colectiva vuelve a modificarse y hoy recama cambiar subsidios por trabajo. 

Pérsico pasó de Montoneros en los 70 y Quebracho en los 90 a fundar el Evita en 2004

El trabajo tiene dos dimensiones: la económica, relacionada con la competitividad de la tarea cuando se traduce en empleo, y la dimensión existencial del trabajo, como necesidad incluso espiritual del individuo con el entorno. Los movimientos sociales explican que, aun con un crecimiento sostenido del producto bruto durante una década sin interrupciones, la mitad de quienes reciben planes sociales no conseguiría empleo porque sus aptitudes no los hacen competitivos en el mercado y el desafío es que puedan desarrollar formas de trabajo menos productivas sin empleadores: cooperativas o cuentapropismo. Pero como esos quehaceres son mucho menos productivos en el mercado, explican la compensación en forma de subsidio permanente y no hasta que encuentren trabajo formal –como los clásicos seguros de desempleo de los países desarrollados– porque nunca lo encontrarían. Ese es el verdadero debate actual que trasciende a la crítica de Cristina Kirchner sobre cómo organizar la distribución y control de esos planes.