Le encuentro algunos problemas de verosimilitud al disfraz de presidiaria con que se dio a ver Patricia Bullrich el otro día. Se trata de un disfraz, es decir, de una ficción; y requiere por lo tanto ser considerado en su carácter verosímil. Las rayas horizontales connotan prisión, es cierto; pero en este caso lucieron más bien como un piyama. Y el gorro complementario, también a rayas, se calzó como se lo calzan las chefs de algunos restós, si es que no las enfermeras de algunos nosocomios.
El asunto no se agota en establecer si se repudian o se consienten los espantos de Gildo Insfrán en Formosa, como quisieran los que pretenden que las cosas tienen siempre solamente dos lados (y en todo caso un medio, que no hace sino confirmar el dos). Es preciso considerar también de qué forma se los repudia, desde qué posición ideológica y política se los cuestiona y se los contrarresta.
El de la represión policial es un problema central en nuestras democracias. Es eso lo que no me convence del tratamiento del tema con el encuadre de las dictaduras; como si las democracias en nuestros países estuviesen de por sí exentas de este empleo artero de las fuerzas represivas, y solo fuera a producirse como un remanente de otros tiempos, como una intrusión repentina de la realidad de otras épocas.
El poder vitalicio asumido por Gildo Insfrán tiene sus deplorables marcas propias, en efecto; pero las brutales escenas de represión policial se inscriben en una secuencia histórica lastimosamente extensa de la democracia. Están los que las repudian siempre y están los que las repudian a veces. Y están también los que, más llamativamente, las repudian algunas veces y otras veces las impulsan y las respaldan.
Se conocen historias de presos que se fugan disfrazándose de policías. Pero está visto que el caso inverso puede verificarse también: por fuera, un disfraz de preso; debajo, la policía que ya sabíamos.