Madrugada del lunes. Después de votar, de conocidos los resultados del democrático motín, de poner límite a los abusos, sin capitán, ni capitana al mando, la tripulación del barco a la deriva se desparrama sobre cubierta a fumar, beber, mirar las estrellas. A proa, un grupo canta a capella, en un tono de cierta melancolía, Donde manda marinero, el tema de Calamaro. “No sé lo que quiero/pero sé lo que no quiero/y no lo puedo evitar”. Desde el carajo, adonde fueron a parar, los videntes otean el negro horizonte. No se ve nada. No hay tierra firme a la vista. El desmesurado mar de los deseos se agita, arrulla el sueño. Mañana será otro día.
El voto es siempre un límite. Pide demasiado, pero sobre todo respeto. Al menos, un poco de respeto. No olviden que por lo mucho que robaron al Estado, estafaron la fe pública, o por lo poco que hicieron para impedirlo (políticos, jueces, sindicalistas, empresarios) han sido cómplices y responsables durante demasiados años de que más de medio país esté ahora en la miseria. Recuerden que hay miles de personas que lloran desde hace ya mucho tiempo por pérdidas que serán irrecuperables. Hijos muertos, hijos que se van, hijos que no tienen futuro a la vista, familias arruinadas, negocios cerrados, empresas quebradas.
El cuerpo social sigue recaliente. En coma inducido. Según el resultado del laboratorio electoral el riesgo de muerte cerebral es alto. El indicador que mide el valor de la propuesta, la eficacia de los discursos es cada vez más plano. No detecta un rumbo, una idea original. Al menos una que convoque. Que provoque una reacción anímica. Los especialistas se miran entre sí. Aprietan los labios. Arrugan el mentón. Mueven la cabeza. Cierran los ojos. No saben qué hacer. Qué cable hay que conectar o desconectar ahora.
Respeten un poco. Dejen de joder. De sonreír, de agradecer, de felicitarse entre sí porque consiguieron, mantienen, o renuevan el carguito, el puestito, el sueldito seguro a fin de mes. Cierren la boca. Tengan piedad. Asomen la cara por la borda. Hay miles nadando sin salvavidas alrededor. Millones abajo. Caminan por el fondo del mar sin saber hacia dónde. Contienen la respiración. Ahorran hasta el aire. Esperan con el corazón palpitando de más. El cuerpo amoratado. Los huevos inflamados como berenjenas. La máquina apisonadora de toda esperanza no para. La hemorragia chorrea sangre por los agujeros de los que se nos van de las manos.
Los nuevos, los recién llegados, los que van a asumir en diciembre tendrían que estar más que asustados. ¿Por qué creen, confían, en que podrán resistir? ¿Qué no les va a pasar lo que a tantos otros? El pacto, el acuerdo, la concesión, el trueque, el negocio, el chofer, el viático, los viajes, los favores, los discursos en alta voz que los hacen sentirse héroes mientras se la llevan, las trampas del sistema se comieron a muchos antes que a ustedes. Por algo nadie larga después. Por algo la mayoría, una vez que entra en el juego, lo único que quiere es seguir prendido como abrojo a lo que sea.
Deberían mirarse en ese espejo que deforma caras en caretas. La de José Luis Manzano, el que robaba para la corona, la de Scioli, Massa, Aníbal Fernández, De Mendiguren, Eduardo Valdez, Alperovich, Boudou, De Vido, Felipe Solá, Eduardo Amadeo, entre cantidad de rapaces anónimos que reptando, caminando de rodillas por los pasillos, remando según la corriente, se convirtieron en conocidos hipócritas.
Ahora que se conocen los resultados no se puede decir: bueno, ya está, ya sabemos a quiénes le echamos la culpa, ya pasó lo peor, terminó la agonía, cerrá el cajón con esos adentro, mandalo a la hoguera. No es posible cremar un pasado como si fuera el cuerpo del abuelo. Se trata de nosotros. De lo que hicimos, de lo que fuimos, de lo que todavía somos. Para comenzar bien, hagan al menos un poco de silencio. Por los que la quedaron en el intento, por los que la están sufriendo, por los que todavía aguantan, por los que esperan, por los que perdieron toda ilusión. Los que saben que aún cuando algo cambie de verdad, ya no les va a tocar.
Al final del día, hablamos de un territorio compartido durante muchos años con vecinos, amigos, parientes. Quien más, quien menos, piensen como piensen, todos somos personas, ciudadanos, esa “gente” de la que hablan. En un momento así, cuando parece que se incendia todo, no rieguen el fuego con risas espumantes. Menos lo alienten con bocas lanzallamas que incineren lo poco que todavía podemos rescatar para convivir en paz. La conciencia de cada uno le dirá hasta donde se mantienen los ideales, las convicciones, la decencia, las distancias.
Mientras tanto, callen, o hablen bajito. Respeten..
*Periodista.