Los acontecimientos de Soldati y sus derivaciones pusieron en jaque no sólo una idea cristalizada sobre la construcción del país, sus leyes, aplicación y funcionamiento, sino también y, sobre todo, la forma de mirarlas y actuar sobre lo real, como parte de una guerra de bajísima intensidad y larga duración: el mundo de la política como parte del espectáculo de la cultura y sus despliegues.
La formulación del párrafo precedente es lo suficientemente abstrusa como para requerir de algunas aclaraciones. La toma del Parque Indoamericano puso en juego el criterio de que la propiedad privada o pública de los terrenos era o es un derecho inalienable. Ese derecho, desde luego, tanto si se lo considera una conquista cultural irrefutable o un demérito frente a las tentaciones idílicas de la comunidad primitiva de los bienes, es una característica del capitalismo occidental. El ambivalente discurso kirchnerista y la xenofobia macrista resultan en el fondo dos variantes para enfrentar lo que la toma de Soldati y otras ponen en juego verdaderamente: la dimensión de la interpretación del derecho a la posesión de la tierra, es decir, si admite o no que la apropiación de un terreno justifique el extremo de eliminar una vida. En ese punto, ambos –más allá de la disputa por el dominio de esa interpretación con fines electorales–, los llamados usurpadores se encuentran con un enemigo doble: la ley que no legitima (aún) su apropiación, y los punteros de aquellos mismos partidos que quieren venderles esos terrenos que no tienen precio (aún) dentro del sistema legal de especulación inmobiliaria… Pero yo quería ir a otro asunto. Por sus espantosas consecuencias, la guerra tiene mala prensa, a pesar de que siempre ha sido una fábrica fabulosa de intercambios culturales. Desde luego, originariamente, las necesidades de expansión territorial, colocación de excedentes comerciales o apropiación de los bienes ajenos justificaban una buena campaña contra el vecindario tal como se ve en las películas de hachas, lanzas y espadas. Con Alejandro Magno y su progresiva orientalización, se conoce la contracara del conquistador conquistado. Sin ir tan lejos en el tiempo, Napoleón planeó su campaña a Egipto no sólo como vía para conquistar los mares y derrotar a los ingleses, sino también, y sobre todo, como una campaña de investigación en toda la regla de una civilización milenaria, ya en un período de milenaria decadencia. En ese ejercicio de programada fascinación bélica, los franceses descubrieron un mundo, y fueron beneficiados por este descubrimiento mucho más allá de lo que pudieron obtener de su visita los egipcios.
Villa Soldati tuvo un saldo luctuoso de tres (o cuatro) muertos, generó interpretaciones, arrepentimientos y perjuicios para las dos facciones políticas enfrentadas por la voluntad de obtener réditos tirándole la factura de los fiambres al contrario, pero ese mismo hecho, creo, se presenta como el comienzo de un cambio de consecuencias imprevisibles. En principio, no sólo porque enfrenta a los pobres con los miserables, sino porque los enfrenta bajo la forma de dos representaciones: la del inmigrante europeo de pocos recursos (que encarnan los vecinos de Soldati, quienes, habitados por el ideal del esfuerzo y del valor del trabajo, no pueden entender que exista gente que crea, como creía una dama de mediados del siglo XX, que donde hay una necesidad hay un derecho, y que ese derecho debe ser satisfecho con urgencia), y la cultura más aluvional de los ocupas de terrenos, llamados usurpadores, que desde sus tiempos de “pueblos originarios” tomaban estas tierras (sin haber leído a Marx) como valor de uso y no de cambio, y que a partir de la llegada de los españoles y en adelante han sabido experimentar que en la triste vida que están viviendo no hay lugar para promesas de recompensa ultraterrena o planes canje de fidelización política. Ese contraste puede incendiar malamente al país, bajo el supuesto doloroso de lo irreconciliable, o llevarnos a pensarlo de otra manera y ver qué hay y qué significa “el otro lado”.
*Periodista y escritor.