COLUMNISTAS

El escritor tardío

Descubrió que la literatura es el arte de preservar lo que está destinado a perderse (y lo que no existió nunca).

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En una película de Sacha Guitry, el autor presenta a los actores. A y B, dice, se enorgullecen de pertenecer a la Comedia Francesa. C y D, agrega, se enorgullecen de no pertenecer a la Comedia Francesa. En la tapa de Los once, el último libro de Pierre Michon, aparece después del título la leyenda: “Gran premio de novela de la Academia Francesa”. No sé si Michon se sentirá orgulloso del reconocimiento de uno de los elefantes oficiales, una duda pertinente porque en el centro de su obra está la situación de los artistas frente a la opinión ajena.

La particularidad de Michon como escritor es la conexión entre la autobiografía y la pregunta por el enigma de la literatura. Vidas minúsculas (1984) fue el comienzo a toda orquesta de un escritor tardío, que llegó a los cuarenta años rumiando su impotencia frente a la página en blanco. Pero, de pronto, su vocación se liberó mientras descubría que su dilema era inseparable del destino de los seres anónimos que no llegan a trascender y mueren en el anonimato, la locura y la desolación. Michon descubrió que la literatura es el arte de preservar lo que está destinado a perderse (incluso lo que no existió nunca) y que los artistas sufren la amenaza de la nada en un grado superlativo. Especialmente quienes –como él– nacieron en provincia y chocan frontalmente con el muro del establishment cultural, simbolizado por lo que Michon llama “el lector difícil”, la siniestra criatura “que destruye toda palabra fingiendo estar por encima de ella, que refuta la obra colocando capciosamente su boca y su ingenio por encima de la boca y del ingenio que trabajan arduamente”, un personaje a quien los escritores suelen orientar su obra sin ganar nada por ello.

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Michon es solemne y puede ser pomposo pero también brillante y persuasivo. Inspirado por Faulkner y un común sustrato campesino, se convenció de que el artista puede sustituir a dios en la tarea de crear vida desde de la nada y conservar a sus criaturas al abrigo de la destrucción. Pero, al mismo tiempo, será siempre prisionero de la angustia de ser un advenedizo aunque sea la perfecta encarnación del genio, esa cualidad que no sabemos si atribuir al que la detenta o a los rumores que nos llegan. En su obra –que no es extensa y está casi toda traducida– Michon habla de Goya y de Balzac pero también del cartero que fue modelo de Van Gogh y de oscuros antepasados que tuvieron una existencia miserable. Rimbaud el hijo, su parcial biografía del poeta, le sirve para dejar establecido que un escritor es alguien que apuesta a superar a todos sus contemporáneos y a entrar en la gloria. Que lo más probable es que no lo logre y, aun cuando sea visitado alguna vez por la musa, su obra estará condenada al olvido. Pero si llega a dar ese paso misterioso que de un golpe lo rescata de la adolescencia artística y lo consagra ante el mundo, después no tendrá mucho más que hacer salvo vegetar en la intrascendencia o dejar de escribir.

Michon es un buen ejemplo de su tesis. Lograda la aceptación como escritor –que le llegó como consecuencia de la descripción de su propia esterilidad y de la ajena–, se ubicó al borde del abismo: algunos de sus ejercicios posteriores, cuando se aparta de su tema principal y se siente parte del mundillo literario, son banales y autocomplacientes. Los once, escrito tras una larga pausa, parece un intento de retomar el buen camino. Es la historia de un cuadro que no existe pero fue pintado en pleno Terror y representa a Robespierre y a los otros integrantes del Comité de Salvación Pública. Si no entendí mal, el libro extiende la teoría de su autor para postular que hay una alternativa para quienes no logran superar el fracaso de su ambición artística e intelectual: dedicarse a la política y joder al prójimo.