Ni a Mauricio Macri ni a Cristina Kirchner les gusta el acuerdo con el FMI. Uno porque lo ve light, sin la presión suficiente para alcanzar el equilibrio fiscal y bajar la inflación. La otra porque lo ve heavy, promotor de un ajuste que ahogará el crecimiento. Puede que sus legisladores lo terminen votando, pero a ellos no los conforma.
Sus posiciones respecto al acuerdo los reafirman como los mejores referentes de las posiciones extremas del país binario. Rehúyen las complejas zonas grises de la realidad porque, para ellos, la política no debe ser el arte de lo posible, sino la herramienta que usan los sectores sociales en pugna para imponerse sobre el otro y ejercer el poder.
Siguiendo a Giovanni Sartori, consciente o inconscientemente, se asumen como la representación política y sociológica de los grupos que los eligieron, tanto para expresar sus intereses como para ser sus espejos, fieles reflejos de sus representados. Y, en ambos casos, el instinto básico de esos representados no es el de la negociación sino el de las verdades excluyentes.
Ellos. Por eso, sus respectivos malestares con un acuerdo apoyado por amplios sectores del oficialismo y la oposición, encierran su crítica de fondo a la idea del consenso como construcción política.
Ni Macri ni Cristina creen que haya que consensuar. Los que rechazan a ambos, ven en ellos malignidad...
Coinciden en que acercar a un Gobierno a actores ideológicamente dispersos para representar a una mayoría social (¿60% / 70%?), lo único que conseguiría sería vaciar de poder a quien fue electo para ejercerlo. Entienden que para sentar en la mesa de la gobernabilidad a quienes no ganaron, se les debería ceder una cuota de poder y asumir de ellos una parte de lo que piensan. Ya no sería el Gobierno que eligió un 45% del electorado, sino otra cosa.
Esto es lo que hoy Macri explica en la interna de Juntos por el Cambio. Su mensaje intenta contrarrestar al de Larreta, quien está convencido de que no habrá administración exitosa si antes no se alcanza un acuerdo estratégico que represente a una amplia mayoría de la sociedad.
También es el reclamo privado que ronda el silencio público de Cristina.
Ella cree que el problema de Alberto Fernández es llevar adelante una gestión que intenta complacer a todos: a los Estados Unidos y a Rusia y China, al FMI y a la patria bolivariana, a Milagro Sala y al gobernador Morales, al establishment internacional y a la burguesía nacional, a la CGT y a los movimientos sociales, a la corpo mediática y al periodismo amigo.
Macri frente a Larreta y Cristina ante Alberto, sostienen que un Gobierno debe tener una misión clara, en el sentido que fuera, y no torcerla en pos de conciliar.
Es la autocrítica que se hace el ex presidente, haberle hecho caso a los Monzó de la vida que lo llevaron a negociar con el peronismo en lugar de imponerle su plan desde el primer día. Y es lo que asegura que iba a hacer si hubiera vencido en 2019. Patricia Bullrich opina lo mismo.
Cristina no tiene esa autocrítica, pero sí reconoce la culpa de no haber imaginado que Alberto Fernández asumiría un nivel de independencia que lo llevaría a lo que ella considera una política errática. Máximo Kirchner también opina lo mismo.
¿Para qué consensuar? Quienes solo le atribuyen malignidad a cualquier pensamiento que provenga de Macri o Cristina, quizá interpreten que sus estrategias están motivadas por el simple hecho de controlar todas las cajas públicas y sus eventuales corruptelas. O por puro autoritarismo.
Pero sus ideas encierran una razonable pregunta de fondo: ¿cada gobierno debe responder a la alianza socioeconómica que lo votó y llevar adelante el plan que crea mejor, entendiendo que, además, así beneficiará a otro porcentaje de la población, aunque no los haya votado?
Más allá de las motivaciones que ambos puedan tener, es una posición atendible. Aunque pienso que no es la correcta para el país actual.
La Argentina viene de más de una década en la que el kirchnerismo y el macrismo se construyeron a partir de la satanización del otro. Retomaron la histórica antinomia entre peronismo y antiperonismo y la realimentaron todo cuanto pudieron. El resultado de esa polarización extrema hace inviable cualquier nivel de confianza. Mientras un amplio sector esté seguro de que otro amplio sector viene por él y de que cada cosa que hará será para destruirlo, no habrá contrato social posible. Sin confianza no hay presente ni futuro, porque nadie planea ni invierte en un lugar en el que todo puede girar 180° cada cuatro años. O antes.
En naciones donde no existen esos giros bruscos, la tesis del macristinismo podría funcionar.
Acá no estaría sucediendo.
Denominador común. En la última década se probaron distintos modelos económicos. Más o menos heterodoxos, más o menos globalistas, más o menos clientelistas. La constante es la grieta y un mismo resultado: el fracaso. El gobierno final de Cristina tuvo crecimiento cero e incrementó pobreza e inflación. El de Macri profundizó la caída de las tres variables: PBI, pobreza e inflación.
El de Alberto Fernández está en proceso, pero al corte actual (pandemia mediante), las cosas no parecen distintas.
El denominador común de estos diez años es esa polarización que ve la mano maldita del otro detrás de cualquier posición: endeudarse con el FMI, acordar con el FMI, subir el déficit, bajar el déficit, comprar vacunas norteamericanas, comprar vacunas soviéticas, viajar a Washington, viajar a Beijing. Nada se interpreta como formas distintas para encarar un problema o como simples errores.
Lo que mece la cuna siempre es la mano diabólica del otro.
Muchos medios de comunicación reflejan fielmente esa simplificación filosófica: los que están en la grieta no entrevistan al que está enfrente. Entienden que al Mal no se lo escucha, se lo combate.
Encuesta y enseñanza. La gran pregunta es qué tan importante es el sector de la población que sigue pensando así.
En la encuesta de enero de Poliarquía se observa que uno de los pocos picos de optimismo público en la última década argentina ocurrió en medio de la peor pandemia de la humanidad y en plena recesión económica. Fue en el segundo trimestre de 2020 cuando el Presidente enfrentó esa inédita situación mostrándose rodeado de científicos y de la mayoría del arco político.
Esa suba del optimismo se reflejó, además, en el aumento de la imagen positiva de Alberto Fernández y de quienes aparecían a su lado en las fotos, como Rodríguez Larreta y Axel Kicillof. Los únicos cuya imagen negativa siguió superando a la positiva, fueron Macri y Cristina.
La tradicional encuesta de Poliarquía revela que cuando se retomaron los mensajes agrietados de la política, retornó el pesimismo y todos los dirigentes volvieron a caer en sus imágenes.
...y no racionalidad. Y la tiene. Solo que es una lógica que fracasó en los últimos diez años
No debería olvidarse esa enseñanza entre tanta desgracia. El optimismo social y el apoyo a quienes gestionan no solo se vincula con momentos de apogeo económico, sino también cuando se percibe una salida razonable y consensuada ante una emergencia.
Entonces, ¿qué pasaría si, por vocación o por simple pragmatismo colectivo, se volviera a asumir que para generar confianza social y económica, se requieren acuerdos que prometan ser cumplidos por la mayoría?
Dialogar no significa necesariamente que habrá consensos. Pero sin el intento de diálogo, seguro que no los habrá. Consensuar es tratar de entender la necesidad del otro y que el otro entienda la de uno; es ceder, aunque no tanto; puede ser perder en el corto plazo y ganar en el largo.
Es cierto que consensuar es intelectual y físicamente más trabajoso, pero habrá que pensar si no es un esfuerzo que vale la pena hacer teniendo en cuenta lo conseguido hasta ahora.