El cuarto encuentro consultivo de organizaciones internacionales de periodistas es la base sobre la cual fue desarrollado el Código de Ética aprobado para esta profesión por la Unesco (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura). Aquella reunión celebrada el 20 de noviembre de 1983 y sus conclusiones adquieren hoy renovada vigencia por las conductas que debemos respetar quienes ejercemos este oficio, influenciado muy intensamente por las informaciones vinculadas con la pandemia de covid-19 y las dramáticas resoluciones que adoptaron los Estados de casi todo el mundo para paliar sus consecuencias. Informaciones que, para perjuicio del común de las personas –sea cual fuere el espacio geográfico en el que viven–, suelen estar contaminadas por datos falsos, observaciones equívocas, decisiones individuales y un cúmulo de argumentaciones más cercanas a las falacias que a la verdad.
“La tarea primordial del periodista es de servir el derecho a una información verídica y auténtica por la adhesión honesta a la realidad objetiva, situando consciente los hechos en su contexto adecuado”, señala el Código de la Unesco. Según lo define Niceto Blázquez en Ética y medios de comunicación (Madrid, 1994): “Para los periodistas, la palabra verdad significa fidelidad a los hechos sobre los que se informa”. Y agrega: “Otro es el sentido que le dan a la palabra verdad los filósofos, las religiones o los científicos. Las del periodista son las verdades humildes de los hechos de cada día. Por eso sus verdades son provisionales, esto es, penúltimas palabras porque los hechos evolucionan y sobre ellos siempre habrá algo que agregar. El periodista, en consecuencia, es alguien que siempre está en disposición de corregir, agregar o aclarar sus informaciones sobre los hechos”.
Es decir: lo que hoy es una verdad clara puede ser mañana una verdad a medias o una mentira.
¿Cómo se conectan estas palabras con otras que hoy habitan el lenguaje del periodismo en todo el mundo (pandemia, contagios, barbijo, aislamiento, terapia intensiva, agonías, muertes)? Lo hacen con otra definición básica de las poblaciones, aquí y en buena parte del planeta: la verdad está emparentada con las libertades, y las libertades de cada uno son interdependientes con la libertad de las sociedades. El bien social es superior al bien individual, y cuando una situación extrema lo obliga, ese bien social debe ser defendido, preservado, promovido por todos los medios legítimos y democráticos. Es decir: si alguien decide no vacunarse contra el covid porque su íntima convicción así lo fundamenta, debe saber que la sociedad tiene derecho a ponerle una barrera a su capacidad de contagiar. Su libertad de elección queda sometida a la libertad de elección de la sociedad.
Este ombudsman se ha ocupado en reiteradas columnas de las conductas que deben inspirar la tarea periodística en relación con estas circunstancias excepcionales. La propia Unesco publicó poco tiempo atrás una suerte de manual de procedimientos, en parte dedicado a cómo transmitir a la población (lectores, audiencias, consumidores de redes sociales y portales de internet) las informaciones surgidas de investigaciones serias y comprobables sobre vacunas, métodos de prevención, tratamientos, refutando a la vez los datos falsos, sesgados o contaminados por intereses de cualquier naturaleza que afecten ese bien común del que se habla más arriba.
Con esto pretendo ser muy claro: aunque muy pocas veces comento lo que publican columnistas en PERFIL –son sus espacios y es su derecho a opinar como quieran–, comparto lo que expresa en su carta el lector Carlos Alberto Nicoli respecto del artículo escrito por Quintín una semana atrás. Está fuera de las normas éticas del buen periodismo.