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opinión

En un estante

Hay una frase que me resultó reveladora. Aparece al final de un brillante análisis de Bouvard y Pécuchet, de Flaubert.

El empobrecimiento económico (pero también en un sentido más amplio, el empobrecimiento de la experiencia, como escribía Benjamin en Experiencia y pobreza) avanza indefectiblemente, y no tengo un mango para comprar libros. cuando no se tiene plata volvemos a comprobar algo que ya sabíamos desde siempre: que las condiciones sociales de lectura también están determinadas por la economía. Sobre la lectura opera el deseo, la cultura, la moda, el accidente, la educación, el azar, la obligación, pero también la estructura económica. Momentos como este nos invitan a pasar menos por las librerías y a volver sobre nuestra propia biblioteca (en este caso a la biblioteca que tengo en el taller mecánico en el que trabajo) en busca de libros que aún no leímos, y de otros que estamos ya en condiciones de releer. Lectura y creación, de Geoffrey H. Hartman, publicado en 1992 por la editorial española Tecnos, cumple esa segunda condición. De hecho, cuando reparé en el libro en el estante, recordé que lo había comprado en la vieja librería Gandhi cuando yo la frecuentaba insistentemente, en ese entonces en la calle Montevideo (¿o ya se había mudado a la Avenida Corrientes?). Pero al abrir el libro veo pegada una etiqueta de La librería del Fondo, y mi recuerdo se desvanece, como me sucede siempre.

Hartman nació en Alemania en 1929, y emigró a Estados Unidos a mediados de los 40, donde llegó a ser un profesor de Yale bastante conocido, uno de los divulgadores más interesantes de la deconstrucción derridariana en la academia norteamericana (menos conocido, pero igualmente interesante, es su participación en el establecimiento del archivo de video de Yale de testimonios del Holocausto). El libro es una compilación de artículos sobre autores como Benjamin, Blanchot, Keats, Freud e incluso Borges, más algunos de vuelo más teórico, todos atravesados por la comprensión de la lectura como un discurso sobre la otredad, donde lo extraño y el abismo aparecen de la manera menos pensada. O mejor dicho: para Hartman la tarea de la crítica es precisamente hacer aparecer ese abismo, abismar el texto hasta poner en cuestión su funcionamiento lógico.

Mi ejemplar tiene varios párrafos subrayados, pero al releer el libro los pasajes en los que me detengo son otros (esto me recuerda la frase de Barthes: “El encanto de Proust: de relectura en relectura, me salteo diferentes párrafos”). En especial, hay una frase que me resultó reveladora. Aparece al final de un brillante análisis de Bouvard y Pécuchet, de Flaubert, en el que Hartman intenta demostrar que el proyecto de esa novela reside en “colocar a los futuros escritores en una situación de permanente incomodidad” ante el riesgo de que “todo lo que pudiéramos decir apareciera como ya dicho”. Y luego irrumpe la frase en cuestión: “Nihilismo está en contra de neologismo en el sentido amplio de la palabra: la posibilidad de decir algo nuevo”. Y si esa frase es reveladora, es porque en 20 palabras logra rozar buena parte de la tensión constitutiva de la literatura moderna: la oposición precisamente entre nihilismo y voluntad de ruptura, entre la novedad como valor supremo y la sensación de haber llegado irremediablemente tarde, entre el cansancio del deseo y el vitalismo de la prosa. O también, dicho de otro modo, la tensión de la relectura entendida ahora como lectura nueva.

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