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Entre Trump y la ortodoxia

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Desde la crisis financiera internacional de 2008 el G20 tiene como objetivo para la economía internacional lograr “un crecimiento global, fuerte, equilibrado y sostenible”. Estos cuatro adjetivos tienen su razón de ser. Los dos primeros aspiran a que abarque a todos los países y que permita salir de esta larga etapa que algunos llaman de estancamiento secular. Los dos últimos se refieren a dos problemas aún más complejos de la globalización.
Un crecimiento equilibrado supone corregir los grandes desequilibrios en las cuentas externas de los principales países. Desde fines de los 90 comenzó a agrandarse el déficit externo de algunos países y como contrapartida a ampliarse el superávit de otros. El mayor déficit externo es de EE.UU., acompañado por Gran Bretaña, India, Francia, Australia, Italia y muchos emergentes como Argentina. Entre los superavitarios están China, Alemania, Japón, Corea, Holanda, países petroleros, entre otros. Tener todos los años un déficit implica que año a año aumenta el stock de deuda de ese país y, los que tiene superávit aumentan sus acreencias respecto del resto. A inicios de los 2000 economistas ortodoxos y heterodoxos alertaron sobre que estos desequilibrios eran peligrosos para la estabilidad financiera global. Nada se hizo y en 2008 llegó la crisis. Llevamos dos décadas y una crisis financiera y los desequilibrios de externos no se han solucionado. No es casual que en países como EE.UU. surjan ideas drásticas para solucionarlos.
El otro problema de la economía internacional es la sostenibilidad de la globalización frente a una creciente desigualdad y una regresiva distribución del ingreso. La mayoría de las economías del mundo han visto crecer todos los indicadores de desigualdad. Tanto por el fuerte avance de la participación del 1% más rico de la población en los ingresos de cada país como por la caída en la participación de los asalariados en el ingreso. Las principales razones que explican el aumento de la desigualdad son la compresión en los salarios reales y el menor empleo por competencia externa y avance tecnológico, menor sindicalización, menor progresividad en los impuestos, menores impuestos al capital, liberalización financiera que beneficia a los deciles altos por mayores ganancias sobre la riqueza financiera y facilita el acceso a guaridas fiscales.
En un trabajo publicado en 2016(*) mostramos que existe una fuerte relación negativa entre la participación del trabajo en el ingreso y el resultado de las cuentas externas. Esto ocurre porque normalmente los trabajadores arrastran consumos que no pudieron concretar, y cuando reciben un salario mayor lo gastan para achicar esa brecha.
Este resultado tiene importantes implicancias para los países individualmente y para las opciones de política global del G20.
Un país integrado al mundo que enfrenta un déficit externo persistente ve limitada su posibilidad de impulsar por si solo políticas redistributivas (a través de salarios o transferencias).
A nivel global estos resultados indican que es necesario actuar conjuntamente sobre los desequilibrios externos globales y sobre la distribución del ingreso.
Durante estos 10 años el debate en el G20 para corregir los desequilibrios globales estuvo centrado en la recomendación ortodoxa del FMI: el ajuste lo deben hacer los países deficitarios, reduciendo salarios y transferencias para ganar competitividad, exportar más e importar menos.  
Trump puso el dedo en la llaga planteando que México o China deberían pagar los mismos salarios de EE.UU. Su solución pretende condicionar la globalización aplicando tarifas comerciales y presionando a los países que tienen superávit con EE.UU.
Frente a estas dos alternativas “no cooperativas”, el G20 debería proponer un acuerdo global que restablezca la centralidad de los ingresos salariales como eje del crecimiento global. Para ello se requiere un proceso cooperativo y secuencial destinado a reducir los desequilibrios externos y mejorar la distribución del ingreso.
Es secuencial porque se requiere que en primera instancia todos los países con superávit externos impulsen políticas redistributivas basadas en salarios y transferencias, lo que potenciará la demanda global reduciendo los superávits externos y permitirá que los países deficitarios implementen gradualmente políticas redistributivas.
Este enfoque implica reescribir las reglas comerciales y financieras que definen los incentivos para la distribución entre capital y trabajo, entre el 5 % más rico y el resto de la sociedad y entre la actividad financiera y la economía real. Se requiere activar reglas OMC para dumping salarial, pisos salariales globales, tope a la baja de impuestos al capital, así como shock educativo para reducir la brecha de productividad, entre otras medidas.
Puede parecer muy demandante para el actual desorden global, pero la solución del FMI ataca los desequilibrios externos contrayendo la demanda global y aumentando la desigualdad. La “nueva” solución de Trump nos retrotrae aún más a la ley de la selva internacional donde el más grande busca imponer todas las condiciones. Siendo además negativa para el crecimiento global.
Esta propuesta implica recuperar para el salario el rol central que tuvo durante cinco décadas, hasta que en los 90 la financierización de la economía cambió las reglas de la economía global. Ahora es necesario salir de la feroz competencia entre países para ver cuál logra los salarios y las jubilaciones más bajas.
Finalmente, se deduce que todas las corrientes políticas preocupadas por la desigualdad y el deslizamiento de amplios sectores de trabajadores y clases medias a propuestas reaccionarias necesitan incorporar la dimensión global al debate distributivo.