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Epifanías en Nueva York

Antes había trabajado casi un cuarto de siglo como linotipista en imprentas, periodista ocasional y otros oficios menores.

16-4-2023-Logo Perfil
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Hacia 1946 Rosamel del Valle viajó a Nueva York, donde su amigo Humberto Díaz Casanueva le había conseguido trabajo como corrector de pruebas en la oficina de publicaciones de la ONU. Antes había trabajado casi un cuarto de siglo como linotipista en imprentas, periodista ocasional y otros oficios menores. Fue, además y sobre todo, uno de los más grandes poetas chilenos del siglo XX. Menos conocido que algunos de sus premios Nobel, pero notablemente mejor. Orfeo, de 1944, es tal vez su obra maestra, aunque en verdad, todo lo que escribió es muy bueno, incluso sus poemas de juventud, algo alejados del tono levemente surrealista y onírico de sus poemas más conocidos, como por ejemplo precisamente en Orfeo: “Fábula, fábula. La hermosa fábula del luto/En alguna parte la estrella y en alguna altura las llaves. /Alrededor, nada más que alrededor. /Oh, la sal perdida de la boca/En la orilla movible de la tierra. /El hombre sin coros, el hombre tras de sí, /Perdida la edad, cálido, radiante, reunido. /Tomado de la mano por la noche/Entre serpientes y lluvias.”

Pues, ya en Nueva York, Del Valle se dedicó también a escribir una serie de crónicas sobre esa ciudad, publicadas en general en el diario La Nación. Una buena antología de ellas fue editada con el título de Tal como en todas partes. Nueva York en crónicas, postales, nostalgias (La Pollera, Santiago de Chile, 2022, compilación de Macarena Urzúa). Son textos por momentos impresionistas, llenos de observaciones sobre esto, lo otro y lo de más allá, que dan cuenta de la vida cotidiana en la Nueva York de la segunda posguerra, hasta entrando bien los años 50. Me gustan especialmente las crónicas que se detienen en detalles mínimos, como la dificultad para ver la luna debido a las luces de los edificios: “Un día, así empiezan las bellas historias, me di cuenta de que Nueva York no tiene cielo, ni por supuesto luna. Ni estrellas, a no ser las de Hollywood. Muchas veces quise admirar la luna, por ejemplo, desde los jardines de Riverside o del Central Park. Inútil”. O esta otra, del 25 de septiembre de 1949, sobre los fenómenos de Coney Island, es decir su paisaje de freaks, deformes, raros, excéntricos y viejas locas que se sientan en los bancos de Brighton Beach a charlotear con sus nietos (sé de lo que hablo). Ese es el mundo que fotografió Weegee, por esos mismos años, como nadie. Del Valle se sorprende con las cifras de las personas que, un fin de semana feriado, van a esas playas y parque de diversiones del sur de Brooklyn: “Solamente el domingo fueron a Coney Island más de 600 mil personas, 400 mil a Rockaway (…) por supuesto muchas personas se quedaron en Nueva York” (¡Para del Valle, Coney Island no es Nueva York! ¡Tal vez tenga razón!). No es casual que en el subtítulo del libro aparezca la palabra “nostalgia”. Ese es el clima de muchos de los artículos. Nueva York, la ciudad del movimiento, el consumo, la vida veloz, el ruido y la capital de mundo, en Del Valle se vuelve fuente de detención, respiro, e incluso melancolía: “Un recuerdo más, ahora que aquí canta el otoño y que allá la primavera comienza a barrer las gruesas nubes grises de la aguja del Empire State. La nieve debe estar brillando todavía en las cornisas de los rascacielos. Eso quiere decir que el cielo neoyorkino lava el jardín y que bandadas de pájaros empiezan a retornar hacia Canadá.”