Mucho se está discutiendo sobre cuál es la verdadera ideología del nuevo gobierno: si es partidario del libre mercado, o de un Estado mayormente regulador. El problema, no obstante, es que este debate en Argentina está viciado de raíz, desde mucho antes que este gobierno asumiera.
Muchas son las confusiones que hay sobre este tema, pero aquí quiero concentrarme en dos de ellas, para llegar a dos conclusiones. La primera es que, cuando la gente alude a una economía de mercado y sus falencias, cita ejemplos de economías que, lejos de ser libres, son fuertemente reguladas por Estados que aumentan su tamaño día a día. La segunda es que, probablemente, muchos de los que abogan por un Estado grande no lo hacen porque consideren importante la distribución de la riqueza, sino porque buscan satisfacer sus propios intereses económicos y políticos.
Con respecto a la primera conclusión, muchos atribuyen el fracaso del libre mercado al sistema económico de los 90. Es una contradicción, dado que el libre mercado implica un Estado pequeño, y durante los 90 sucedió lo contrario: aumento de impuestos como el IVA, gran aumento del gasto público, endeudamiento (violando la propiedad de generaciones posteriores), fijación por ley del precio de las divisas, y un largo etcétera (algo parecido puede decirse de las políticas económicas de Martínez de Hoz). En esencia, las llamadas privatizaciones no fueron tales. Sucede que el Estado “privatizando” empresas para luego controlarlas, subsidiarlas y protegerlas para que no se meta competencia es, más que libre mercado, corporativismo. Las AFJP, por ejemplo, eran obligadas por el Estado a trabajar bajo las mismas condiciones, y la inmensa cantidad de regulaciones impedía la competencia. Lo contrario al monopolio público no son los monopolios privados generados por Menem. Lo contrario a ambos es la libre competencia. Ello requiere que el Estado deje de ahogar con tantas regulaciones e impuestos a los pequeños y medianos empresarios, y de subsidiar y proteger a empresarios amigos. Lejos de ser liberal, ésa es la más perversa intervención estatal.
Por otra parte, muchos afirman que la extrema pobreza en países africanos se debe a un capitalismo que arrasa con las clases menos pudientes. Esto es falso, dado que el capitalismo implica propiedad privada, y en esa parte del mundo sólo pueden encontrarse gobiernos que, lejos de respetarla, se adueñan de la mayoría de lo que la gente de a pie produce, para mantener a una pequeña elite cercana al gobierno, que ocupa su tiempo en hacer lobby más que en producir. Esto desincentiva todo tipo de proyectos y emprendimientos, e impide la creación de riqueza, empleo y movilidad social.
Respecto de la segunda conclusión, es cierto que hay muchos partidarios de un Estado fuertemente regulador que genuinamente y de forma respetable consideran que es la única forma de lidiar con las injusticias sociales. No obstante, hay otros a quienes también seduce la idea de un Estado grande y sumamente
intervencionista. Los poderosos sectores empresariales, por ejemplo, no tienen razones para desear un sistema de libre mercado, simplemente porque no tienen razones para desear competir.
Les conviene más un Estado que intervenga en su favor, subsidiándolos y protegiéndolos (con trabas y regulaciones) de cualquier pequeño y mediano empresario que ose competir con ellos. Este razonamiento no sólo se aplica a muchos grandes empresarios, sino también a otros
con llegada al poder de turno (algunos sindicalistas, periodistas y hasta artistas). No todos ellos desean un
Estado grande para que combata la pobreza; algunos simplemente quieren obtener beneficios de él. Cuanto más grande sea el Estado, mayores serán sus probabilidades de sacar provecho de él.
*Profesor, Escuela de Derecho, Universidad Torcuato Di Tella.