Desde que el género se consolidó como algo explotable tanto en el sector privado como en organismos estatales, los debates en torno a vínculos afectivos y sexuales se ramifican sin pausa. Activistas y funcionarias bregan por establecer nociones como “responsabilidad afectiva”, “justicia menstrual”, o la mesiánica “yo te creo, hermana”, en una suerte de glosario moral para el sujeto político del siglo XXI. Así es como este fin de semana el Ministerio de Cultura patrocina el “Laboratorio de erotismo ancestral antirracista” destinado a “producir literatura erótica a través de las narraciones y escrituras elaboradas por mujeres, two spirit, femeneidades, travestis trans indígenas y marronas”, mientras que a fin de mes la charla “#contraelamorromántico ¿En el peronismo el sexo es mejor?” aportará sus propios sesgos, de la mano de tuiteras e influencers.
También hay señores intentando ponerse a tono con este clima de época, como Juan Martínez, conductor radial y dirigente del Frente Cívico de Santiago del Estero, quien presentó hace poco una propuesta a la Legislatura para que se cree la “oficina del orgasmo femenino”, argumentando que “el 30% de las mujeres recurren a profesionales porque no llegan al clímax”.
Más allá de las particularidades de cada propuesta y de la ideología de sus propulsores, sorprende ver cómo las relaciones amorosas, la erótica y el sexo siguen dejando atrás su categorización filiada al placer y la intimidad, para caer en el barril sin fondo de pedagogías e instituciones y de lo que muchos denominan, simplemente, quioscos.