COLUMNISTAS

Ficciones

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Setenta millones de chinos arman sus blogs todos los días en esa galaxia de 1.200 millones de habitantes que viven en la república popular fundada hace sesenta años. Setenta millones, una colosal blogosfera.

No hay cifras válidas para una Argentina de cuarenta millones, pero una evaluación aproximativa proyectaría a dos millones los blogueros de este país, mucha gente emitiendo, afirmando, desmintiendo, opinando.
Eso es bueno y no es un tema menor, confinado al estrecho mundo de los lunáticos de la tecnología. En sociedades no democráticas como la china, tamaña deflagración de subjetividades rediseña el entero universo político. Si en 1970 el presidente Richard Nixon asombró al mundo reconociendo a China y abrazando a Mao, hoy tamaña epopeya de secretividad sería inimaginable por la fenomenal penetración de las redes sociales que perfora la corteza burocrática de los autoritarismos.

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Este cosmos bloguero no es neutro ni inocuo. Lo pueblan seres intensos y muy personales, escépticos, inquisitivos, curiosos y muy poco dóciles. Suelen estar muy convencidos de la justeza de sus afirmaciones. Manejar un blog sin haber habitado jamás una redacción los convierte en operadores muy viscerales de sus nuevos menesteres.

En una reciente columna en The New York Times, Thomas Friedman asegura que esos setenta millones de blogueros chinos son más enfáticos que nunca y que, además, exhiben un rasgo claramente populista y nacionalista. ¿El ocaso de la colosal maquinaria del comunismo chino? Hoy, tal vez no, ¿pero mañana sí? Sin elecciones plurales y democráticas, estos blogueros asiáticos se convierten en “la voz del pueblo”.
En sociedades cerradas, la blogosfera se nutre de una generación escolarizada por un Estado todopoderoso. Ese Leviatán ha formateado cabezas y sensibilidades que, ahora, asomadas a la ventana infinita de Internet, se valen de sus propias voces y a escala global. Dice Friedman que adquirieron “sus propios megáfonos”.

No es, ni será, una transformación ideológicamente asexuada. Desde esta práctica, eminentemente solitaria, el francotirador de la democracia digital está en libertad de denunciar a cualquiera y a todos, y hacerlo desde la irascibilidad más obtusa. Traidor, quebrado, mercenario, empleado del mes, operador: todo epíteto vale en un mundo en el que la vieja frontalidad a cara descubierta de los medios ha sido reemplazada por imputaciones irresponsables de sicarios anónimos que, en lugar de poner bombas, “postean” disparates u ofensas.

Claro, glosando las descorazonantes palabras de Héctor Timerman, en simpatía con la ominosa amenaza de Hebe Bonafini al periodista Joaquín Morales Solá, un “twitt” no es lo mismo que un balazo. También es cierto que la blogosfera surgida de democracias indigentes (como la argentina) no se maneja así solamente tras el noble objetivo de asumir una soberanía informativa que favorezca a los ciudadanos. Antes bien, colabora y propicia contextos sólo propicios a los altos voltajes emocionales.
Son pistolas simbólicas cargadas con munición pesada, en manos de gente propensa a escenarios conspirativos y a las fábulas más disparatadas.

Mientras no ceja en su alucinada conflictividad con los medios preexistentes, alegando infructuosamente que lo hace en procura de mayor “diversidad” de ideas, el gobierno de los Kirchner no ha hecho otra cosa que difuminar en el ambiente una peligrosa cantidad de elementos químicos altamente inestables. Al diseminarse en la cotidianidad, estos tóxicos tienen la facultad de inflamar e incendiar realidades y relaciones. Así, la Presidenta califica de “tutelada” a la democracia existente en la Argentina. Bate el parche de la ampliación del espectro de voces y estimula una guerrilla digital vociferante.

Desde el Gobierno, han creado con relativo suceso la ficción de un escenario transformador amenazado por la conjura mediática tradicional. Se posicionan como un gobierno poblado de cuadros jugados al cambio profundo. Por eso, ella pide que la consideren una “militante”, no una simple presidenta (“quien haya puesto la televisión para escuchar a la Presidenta, que la apague. Acá estoy como militante peronista. Soy una más”, exigió en el Luna Park el martes).

A todo voltaje y con los decibeles más altos, se propone convencer a la Argentina de que estamos viviendo una inexistente situación pre revolucionaria, patética parodia ficcional en donde sobran palabras y escasean hechos. Por eso, porque este presente es pasado y vamos hacia un futuro venturoso, la Presidenta arroja su diagnóstico improbable: “Así como hasta hace poco había democracia condicional con leyes de impunidad, hoy todavía tenemos una democracia tutelada hasta que haya una total libertad de expresión”.

El pasado es el núcleo del acero del pensamiento oficial. Lo manipula con fruición y lo formatea a su gusto. Les dice a sus arrobados militantes que ella integró “la juventud maravillosa, esa juventud que fue masacrada”. ¿Cuál? ¿La que mató a Rucci en 1973 y asesinó a diez conscriptos en el regimiento de Formosa en 1975?

Aunque se ufana de que “nunca hubo la libertad de hoy en nuestro país”, como si fuera una deuda de la Argentina con ella, de inmediato se le arremolinan las furias y denuncia una “inmensa impunidad mediática”. ¿En qué consiste tal “impunidad” en un país cuyo gobierno terminará 2010 habiendo gastado unos 2 mil millones de pesos en propaganda? Dice ella: “A nosotros nos interrogan”, pero a los dirigentes de la oposición “sólo les ponen el micrófono para que hablen y nadie les repregunta nada”.

Una ficción pesadillesca configura el léxico y los estereotipos oficiales, acuñados desde una insondable soberbia a partir de la cual, no se sabe si para enorgullecerse o apesadumbrarse, cavila, retóricamente la Presidenta: “¿En qué otro momento de la historia argentina se ha visto en radio o TV insultar con tanta elegancia y soltura a quien ejerce la primera magistratura?”. El remate es un espasmo de paroxístico corte maradoniano: “¡Qué sigan criticando, que sigan!”. Así es como están las cosas.