Necesito que estéis conmigo, necesito os unáis a mí, para componer mi ramo de flores, mi rosa de oro. Estas últimas tres palabras integrantes de un mensaje de despedida expresado por el papa Francisco en las vísperas de su peregrinación al santuario de Fátima, el último fin de semana, posiblemente hayan pasado desapercibidas a muchos fieles cristianos, al menos en su completo significado.
En efecto, el sintagma “Rosa de Oro”, no es, como algunos habrán imaginado, una mera metáfora, sino que tiene un sentido muy concreto en la historia de la Iglesia católica. De su importancia habla el hecho de que la primera actividad de Francisco en el santuario de Fátima, antes de su encuentro con los obispos, fuera precisamente ofrendar una Rosa de Oro a la Virgen María en la Capilla de las Apariciones. Fue visible la emoción del papa al hacerlo, después de haber rezado en medio del conmovido silencio de una piadosa multitud. El papa coronado por el pueblo constituye una imagen muy bergogliana. Los santuarios constituyen la expresión más representativa de la piedad popular, que es uno de los pilares privilegiados de la evangelización según el programa del nuevo pontificado.
Los últimos primados de la cristiandad han entregado la rosa únicamente a la Virgen en sus distintas advocaciones. La costumbre de llevar flores a María en señal de amor filial, como se hace con una novia o una madre, es tradicional en el pueblo cristiano. La Rosa de Oro es un antiguo sacramental que se remonta a mediados del siglo XI. Aunque son signos que producen efectos espirituales, los sacramentales no confieren la gracia como lo hacen los sacramentos, pero sí la preparan. Las apariciones de la Virgen han estado asociadas a sacramentales, por ejemplo el rosario o el escapulario, como ocurrió en Fátima.
En el caso de la rosa, se trata de una distinción que ha otorgado la Iglesia a personas o instituciones como ciudades o estados, como un reconocimiento a servicios prestados con espíritu cristiano a la Iglesia o a la sociedad. Históricamente los beneficiarios han sido reyes y reinas, y en todo caso muchas veces lo han sido nobles, como Victoria Eugenia de Battemberg o el mismo Enrique VIII, antes del cisma anglicano. Pero la destinataria es ahora la propia Madre del Pueblo de Dios.
Han recibido este beneficio, entre muchas otras, las advocaciones de Aparecida, Pompeya y Lourdes. Francisco la entregó a la Virgen de Guadalupe en el año 2013, y también a las de Czestochowa (de la cual era muy devoto el papa Wojtyla) y de la Caridad del Cobre en Cuba, respectivamente patronas de México, Polonia y Cuba. Pablo VI regaló una rosa de oro a la Virgen de Fátima y también lo hizo Benedicto XVI; la de Francisco fue por lo tanto la tercera. Juan Pablo II lo hizo a la Virgen de Luján, cuando visitó nuestro país en 1982, y si bien no le obsequió una rosa a la Virgen de Fátima, le llevó en ofrenda la bala que lo convirtió en un mártir por la efusión de su sangre en el atentado perpetrado por el turco Alí Agca. La fecha del mismo, 13 de mayo, el día de la aparición de Nuestra Señora en Cova de Iría, habla por sí sola y el papa atribuyó su salvación a que “una mano detuvo la bala”.
Con motivo de la comentada entrevista entre Pío XII y Evita, mucho se ha especulado sobre su pretensión de poseer un marquesado pontificio como otras dos damas de la alta sociedad porteña: María Unzué de Alvear y Adelia María Harilaos de Olmos. En ese momento se habló también de la Rosa de Oro, pero su amiga Lilian Lagomarsino de Guardo, quien la acompañaba en una suerte de papel de “dama de compañía”, cuenta en sus memorias que aunque ella aspiraba a “algo más”, el papa se limitó a regalarle un rosario, eso sí, de oro, según la costumbre.
Pío XII, un pontífice todavía empapado de un clima mas propio del ancien régime, difícilmente hubiera hecho tal cosa. El papa Pacelli, de otra parte, fue quien prohijó los partidos democristianos como una barrera política contra el amenazante avance de los partidos comunistas en la posguerra europea. Pablo VI simpatizó también con la Democracia cristiana.
Para Francisco, según expresara a los mismos portugueses, la Rosa de Oro que ha ofrendado a la Virgen es la vida de los propios fieles. Esta identificación es una actitud muy propia de su sensibilidad existencial que ha suscitado algunos equívocos. De este modo el pontificado del papa argentino es etiquetado livianamente de populista por sus paisanos debido a su estilo democrático (o plebeyo, según se prefiera). Su opción preferencial por los pobres es asimilada en un enfoque prevalentemente político con la de Evita, considerada una suerte de “Nuestra Señora de los desamparados” por los peronistas.
Las simpatías que por ello mismo se le adjudican acaso exageradamente a Jorge Mario Bergoglio por el peronismo, acreditan a reconsiderar ese momento histórico de la visita de Eva Perón al Vaticano con una perspectiva contrafáctica, y sus presuntas consecuencias en la historia nacional. Invitan a preguntarse si al papa argentino se le hubiera ocurrido satisfacer a Evita con ese soñado privilegio. Pero la historia, para bien o para mal, no sólo no se repite sino que tampoco cambia. Lo escrito, escrito está.
*Abogado. Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Austral.