Romay hubiera entendido a Cristina Kirchner mejor que nadie. El era otro monarca y su estilo de conducción, muy parecido. Por lo menos en su último ciclo televisivo, cuando recuperó Canal 9 con la llegada de Alfonsín hasta que lo vendió al final de la presidencia de Menem, entre 1984 y 1997.
Es que esa manera de conducir no sólo resulta de una forma de ser sino, además, de una relación de poder muy favorable para quien la ejerce. Entre 1984 y 1990, Romay tuvo prácticamente el monopolio de toda la televisión argentina porque al llegar la democracia se cancelaron los llamados a licitación para reprivatizar los canales que había estatizado el peronismo en la década anterior, pero la de Canal 9 se alcanzó a realizar antes de que asumiera Alfonsín, y no la anuló en parte porque ya se había producido y también porque Romay era filorradical. Quedó así Canal 9 como el único canal de televisión nacional privado en una época en que la televisión por cable era casi marginal, tampoco había internet, las incipientes radios FM sólo pasaban música y muchas de las radios AM eran del Estado. O sea, cuatro horas por día de la vida de la mayoría de los argentinos –el promedio que se dedica al consumo de medios audiovisuales– eran programadas por Alejandro Romay.
Supongo que ahí contrajo el síndrome de Hubris, porque yo lo había visto antes de recuperar su Canal 9, en su carácter de dueño de una imprenta donde se imprimían algunas revistas de entonces de Editorial Perfil, y no me pareció que tuviera la misma autosuficiencia.
Hasta su apariencia física cambió al reasumir en Canal 9, como si los vestuaristas y maquilladores teatrales de Alta comedia lo hubieran producido para ser un actor más de su ciclo de clásicos popularizados. Pasó de una profunda calvicie al look Ted Turner, adecuadísimo a fines de los 80 y comienzos de los 90 para el papel que desempeñaría como magnate de la televisión. Romay diría que son necesidades del oficio, porque para ser un buen monarca también contribuye ser un buen actor, como Cristina Kirchner lo demuestra día a día.
Era mucho poder para un solo hombre. En términos de producción de contenidos era Magnetto más Telefónica más Twitter. Pero nunca tuvo la vocación política de Magnetto ni la empresarial de Telefónica; a Romay le gustaba ser famoso, como se dice en la jerga: “pintarse la cara”, por el maquillaje de quienes aparecen frente a cámara. Fue representante de una época superada donde los dueños de los medios, como Hearst, Pulitzer, Disney o Turner como último eslabón de esa cadena, eran más celebridades que sus figuras. A diferencia de su contemporáneo Ted Turner, Romay mantuvo su estilo familiar tradicional, pero al creador de la CNN –más la televisión por satélite continua y la televisión por cable– casarse con Jane Fonda en 1991, hacer una vida más moderna y tener 12 años menos que Romay tampoco le alcanzó para salvarse de su obsolescencia. Hace pocos años entrevisté a Ted Turner, quien me dijo que “ya no entiendo los medios de hoy porque hasta los 90 las cosas cambiaban cada cuatro años, y ahora cambian cada cuatro semanas”.
Romay, probablemente bien aconsejado por su hijo Omar, que estudió Comunicación en Estados Unidos, conocía las tendencias de la industria y hoy es dueño de un canal de televisión local en Miami, vendió su Canal 9 a fines de los 90 cuando los ya privatizados Canal 13 y Telefe lo habían superado en audiencia, y hasta la televisión por cable le enviaba una señal que supo decodificar: “Ni siquiera puedo ver mi canal en el 9 del dial, me lo ponen en el 8”.
Tanto poder previo afectó el sentido de la realidad de Romay, demostrando que el síndrome de Hubris no ataca sólo a los presidentes de países que perduran sino también a los conductores de organizaciones que dominan su área de actuación hasta chocar.
En lo personal, mi relación con Romay no se diferencia de los comentarios que tras su muerte recogieron los medios de quienes tuvieron relación con él, que a pesar de reconocerlo como un patriarca terminaron distanciados. Creo que en gran parte era producto de su síndrome de Hubris.
Lo exasperaban las columnas críticas que escribía Pablo Sirvén en la sección Televisión de la revista Noticias durante los años 90. Y no podía entender que nada de lo que ofrecía pudiera modificarlas. Esto comienza el día que Romay recupera su Canal 9 con la llegada de la democracia, en 1984, y durante la transmisión de su programa Feliz domingo muere el padre de un alumno. La revista predecesora de Noticias (La Semana) hace su tapa sobre la fallida reinauguración de la televisión privada y Romay ofrece un convenio por varios miles de segundos mensuales de publicidad en TV para la revista a cambio de que no se diera el tema en tapa. Ante el rechazo, durante años cada vez que me veía burlonamente me preguntaba: “¿Y, seguís siendo periodista o ya te recibiste de empresario?”.
En 1991, en un largo reportaje que le hice (de los que por entonces se publicaban en la revista Noticias), Romay, como siempre sin filtro, dijo: “No quise darle un porcentaje a Nosiglia” de un negocio y “Neustadt es un mercenario”. Neustadt le ganó 50.000 dólares en un juicio por calumnias a Romay. Y Alfonsín, en defensa de su ex ministro, salió a decir que Romay estaba loco.
En ese reportaje terminaba preguntándole a Romay qué le hubiera gustado que constara en su epitafio, y hace 23 años contestó: “Acá descansa un señor que pasó toda su vida haciendo lo que quería”.