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Japonés errante

Ahora, en los años de la concentración, el abandono y el reposo, cayó en mis manos Kotto.

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Hay una foto que lo muestra vestido a la usanza occidental de la época (saco, pantalón y chaleco abolsados, corbata), apoyado el brazo derecho sobre una columna o balaustrada, o vaya uno a saber cómo se llaman esas cosas cortadas. Como la foto es vieja y sepiada, no se sabe cuál es el color de sus prendas ni cuáles los del kimono de la dama que está sentada en una silla. El, dando el perfil al fotógrafo, mira hacia afuera del campo; ella, apoyando modosamente una mano sobre la otra apoyada en la falda, mira hacia abajo, como si se sintiera melancólica y culpable. Quizá sea la fotografía que Lafcadio Hearn decidió sacarse con su esposa, hija de una familia de samuráis, luego de nacionalizarse japonés y elegir o aceptar por nombre Koizumi Yazumo. Quizá la fotografía testimonie la existencia de un vínculo que prescindió de la intimidad y excluyó por principio la confidencia, la perfecta definición de un matrimonio bien avenido.

Tuve hace décadas y en algún momento desapareció de mi biblioteca (sin que yo reparara en su pérdida) su Kwaidan. Pero ahora, en los años de la concentración, el abandono y el reposo, cayó en mis manos su Kotto; curiosidades del Japón revestidas de telarañas, un libro misceláneo que entreteje pequeñas historias clásicas de fantasmas nipones (espíritus, maleficios, muertos que retornan, etcétera) con reflexiones sobre la naturaleza de los insectos, el devenir del universo a la luz del conocimiento búdico y la ciencia occidental. El libro, con traducción y posfacio de Mila del Guercio, es de una belleza, una serenidad y sabiduría que superan la capacidad del elogio convencional. La edición es preciosa y se la debemos a La Compañía, una de las mejores editoriales independientes que en el campo de la traducción recupera para la cultura argentina la diversidad de obras y estilos que necesitamos para no convertirnos en bestias esclavizadas por las exigencias del mercado.