Ya sin Trump y ahora que mundo puede comenzar a respirar mejor, es momento de balance. ¿Cómo pudo llegar al poder en 2016 quien se está yendo sin hacer traspaso de mando y habiendo promovido la vandalización del Congreso dos semanas antes? No se explica con las categorías derecha e izquierda. Ni con las de populismo o liderazgos tradicionales. Las causas que produjeron la llegada de Trump en Estados Unidos son las mismas que crearon las de Bolsonaro en Brasil –hasta aquí derecha e izquierda podría aplicarse– pero también son las mismas causas que posibilitaron el regreso de Cristina Kirchner al poder en Argentina. Hay dos denominadores comunes. El método: para solucionar un problema acumulado durante décadas se busca un presidente como significante: negro en Estados Unidos, obrero en Brasil, empresario en Argentina. El resultado: profundización de las grietas. Pero en cado país el problema fue diferente.
En Estados Unidos la gran injustica social era el racismo. La injusticia social que en Latinoamérica se expresa económicamente en el país más rico del mundo se corporiza racialmente. La diferencia del color de la piel tiene una equivalencia simbólica a una diferencia de clase. Black Lives Matter comenzó en 2013 como un hashtag en redes sociales cuando, justamente, por primera vez gobernaba al país un negro, Obama, ante el asesinato de un adolescente afroamericano a causa del disparo de un vigilador privado coordinado por la policía local y que luego fue absuelto. Al año siguiente Black Lives Matter ya se había convertido en un movimiento masivo que generó gigantes y violentas protestas en la ciudad de Ferguson, estado de Misuri, por el asesinato de otro afroamericano producido nuevamente por un policía blanco. Black Lives Matter se inspiró en el movimiento Black Power y en el Movimiento Africo-Americano de Derechos Civiles de mediados de siglo pasado con Martin Luther King, también originado en otro, de tantos, asesinato de un joven negro por un policía blanco que enardeció a la comunidad.
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La discriminación racial no nació en 2013, fue la enorme frustración de la comunidad afroamericana por haber creído en 2009 que la llegada de un presidente negro iba a poner fin o reducir significativamente la violencia racial es su contra lo que hizo que Black Lives Matter fuera una mecha de pólvora. Ver los rostros de alegría de los millones de personas de color que se congregaron para celebrar la llegado de un presidente negro y las repetidas frases de los padres afroamericanos: “ahora le puedo decir a mi hijo que él también podrá ser algún día presidente de los Estados Unidos”, dieron cuenta de esa ilusión. La represión violenta a la manifestación de Black Lives Matter en Fergurson potenció más esa desilusión: ¿cómo un presidente negro no nos defiende” decían mientras Obama guardaba silencio y se cuidaba doblemente de hacer una defensa sectorial bajo el argumento que él era el “presidente de los Estados Unidos y no de los negros de Estados Unidos”. Al revés, el racismo blanco se soliviantaba diciendo “no se conforman ni con un presidente negro” mientras en el espiral de confrontaciones los afroamericanos fueron también significantes de los inmigrantes latinos y otras minorías.
Así el surgimiento de un presidente negro que venía a zurcir las heridas raciales de décadas terminó desembocando en el péndulo invertido que generó en el sector más reaccionario un activismo opuesto, como el del Tea Party, ala derecha del Partido Republicano, surgido también en 2009 el año que asumió Obama. Primera lección: aspirar a que la existencia de un presidente negro por más competente que fuese (y Obama lo fue) solucione el problema de racismo acumulado durante décadas generará frustración y reacción.
En el caso de Brasil el problema acumulado por décadas no era el racismo, a diferencia de Estados Unidos los descendientes de africanos, de pueblos originarios y de blancos se mezclaron en parejas mixtas a lo largo de toda la historia de Brasil creando un país mulato donde algún “grado de negritud” es común al ochenta por ciento de la población. El problema de décadas en Brasil era la marginalidad económica y la extrema pobreza a la que estaba condenado un tercio del total de la población, sumado a la pobreza de otro tercio asalariado sin las defensas sindicales que en la Argentina desarrolló Perón a mediados del siglo pasado. Así como un afroamericano en la presidencia parecía ser parte de la solución al problema del racismo en Norteamérica, un obrero sindicalista prometía en Brasil ser la solución ante la acumulación de injusticias atávicas. Y la buena presidencia de Lula fue obteniendo como respuesta otra forma de Tea Party en Brasil con un rechazo que se podría clasificar “de clase”. Finalmente, al obrero sindicalista que venía a igualar en derechos a la clase baja con la clase media se le contrapuso un reaccionarismo conservador que posibilitó el acenso al poder del primitivismo salvaje de un Bolsonaro. Segunda lección: aspirar a que la existencia de un presidente obrero por más competente que fuera (y Lula lo fue tanto o más que Obama) solucione el problema de la injusticia social acumulada durante décadas generará frustración y reacción.
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En Argentina el problema no es racial ni tampoco de falta de derechos del sector trabajador bien conquistados hace ya más de setenta años. El problema de Argentina es la falta de generación de riqueza y la falta de progreso material general. Y así como un afroamericano parecía la solución al problema del racismo en Estados Unidos y un obrero sindicalista, la solución a la falta de derechos de la clase trabajadora en Brasil, en Argentina se pensó que un empresario heredero de un linaje con credenciales de éxito en la creación de riqueza, una especie de Rey Midas, podría traer la solución al estancamiento económico de medio siglo. En nuestro caso, para peor, Macri no fue competente como Obama o Lula y generó la misma reacción de rechazo en la pate de la sociedad a la cual su narrativa responsabilizaba de nuestra falta de progreso. En la Argentina la reacción no precisó de la emergencia de un Tea Party porque ya existía la alternativa sustitutiva de Macri sin tener que crear nada verdaderamente nuevo. En el fondo tampoco Bolsonaro y el Tea Party en Estados Unidos representan ideas nuevas sino son un regreso a las preexistentes potenciadas.
Es de desear que Biden en Estados Unidos encuentre una síntesis integradora que aleje a su país de un péndulo radicalizado. Quizás la misma esperanza pueda tenerse de los candidatos moderados post-Bolsonaro que podrían ganar las elecciones del año próximo en Brasil. Y en Argentina todo está por verse. Pero hay una lección común: no hay soluciones fáciles a problemas complejos, no se resuelven con significantes o símbolos: un presidente negro, obrero o empresario. Se requiere un esfuerzo cognitivo (evolución) compartido en todos los niveles de la sociedad. Quizás Estados Unidos comience a poder lograrlo ahora que mundo respira mejor sin Trump.