Fouche, un maleante de la polìtica que primero fue sangriento jacobino y, luego, sirvió como ministro de Policía de Napoleón, le decía a su emperador: “Me basta una simple carta de amor de un sospechoso para que yo luego lo pueda acusar y condenar por un asesinato”. Si Fouche era capaz de llevar al cadalso a un ciudadano con una composición escolar, es de imaginar lo que este jefe de Inteligencia francés hubiera logrado con las 900 horas de escuchas telefónicas de que disponía Alberto Nisman (y aquí sólo se habla de las legales) sobre ciertos personajes cercanos a la Casa Rosada con inclinación venezolana e iraní. Seguramente, con ese material abundante, lo último que hubiera hecho el fiscal es haberse suicidado. Por lo menos, así lo debe interpretar su ex esposa, la jueza Arroyo Salgado, quien –aportando material de peritos sobre el hecho trágico– sostiene que lo mataron, que no hubo accidente ni inmolación, justo un día antes de confirmar la denuncia en el Congreso involucrando a la Presidenta en un “plan criminal” para encubrir el atentado a la AMIA.
No sólo cuestiona Arroyo Salgado la variante del suicidio que hundiría la investigación, también impide que caiga la denuncia de su ex marido sobre la responsabilidad oficial en el encubrimiento del atentado, propósito manifiesto y controversial del juez Gabriel Rafecas, que al Gobierno, como alivio, le duró menos que un caramelo media hora. No alcanzó siquiera la parafernalia propagandística de promover a Rafecas como un nuevo Kelsen –por un escrito desprolijo y apresurado que algunos dudan hasta de su autoría– cuando en verdad quedó reputado, en la Justicia, en un escalón inferior a su colega Oyarbide.
Apresados. La suma de estos episodios, entre otros, a más de un mes del deceso, demuestran que el affaire Nisman sigue vigente, domina la escena política y los titulares, semeja un bulldog que no suelta la presa. Detenida en el tiempo, a Cristina no hay discurso o inauguración que puedan separarla de esa naturaleza animal que la agobia. Como si él acompañase el cortejo de ella, y no al revés.
Aunque ensaya protagonismos varios, de convertir a Nisman en un alterado enemigo ausente o sostener que en rigor eran dos (el que la imputaba en un documento y la reconocía en otro, como si todo hubiese ocurrido en un mismo día), cuando bien podrían haber sido tres, porque también había un borrador –que alguien intentó ocultar– en el que no proponía indagarla, sino directamente detenerla. Tal vez logre que se dilate el porvenir judicial de la denuncia, no en cambio la pesquisa sobre la muerte dudosa. Y esa trama la descoloca, le modifica propósitos.
Si alguna vez soñó con retirarse por cuatro años a “su lugar en el mundo” (El Calafate), cerca del nieto, leyendo las penurias gubernamentales de otros, quizás ahora cambie en su reflexión por conveniencia familiar y política: lo que Ella denomina el Partido Judicial parece que la acecha no sólo con el tema Nisman, la invade con sospechas sobre ciertos negocios (Hotesur) y afecta inclusive a su propio hijo. De ahí que considere la eventualidad de presentarse a un cargo, en la provincia de Buenos Aires, lugar donde supone que guarda una nutrida cantidad de votos. Por lo menos, hoy. Y donde además la candidatura presidencial importa menos, ya que no hay segunda vuelta y a los intendentes sólo les interesa renovar en la primera. De ahí que puede ser la estrella de una boleta, aun en un cargo secundario, para intentar triunfar con un solo voto de diferencia y sin comprometerse demasiado con el aspirante del Frente para la Victoria para la presidencia, sea el poco deseado Daniel Scioli o Florencio Randazzo. Desde una banca bonaerense, entonces, puede proteger su gestión y tener sosiego judicial, mantener el relato y su propia armada, instalarse como refugio.
Para otros, esa posibilidad es la búsqueda de un “aguantadero”. Lo debe pensar Eduardo Duhalde, salido de las cenizas –fracasó en su intento por pasar a Cariglino de Massa a Macri, insiste en pedirles prudencia a los jueces sobre las causas presidenciales–, quien promueve la separación, en una convención partidaria, del Frente para la Victoria del Partido Justicialista. Tiene experiencia en esas lides (lo sufrió Carlos Menem, se benefició Néstor Kirchner), pero nadie garantiza que pueda repetir los réditos pasados. Sin el poder de antaño, hoy aparece acompañado por numerosos dirigentes peronistas.
Creen que ellos pueden recuperar espacios que les privó la mandataria (gobernadores, intendentes), desembarazarse del declinante contagio del gobierno nacional y hasta recuperar a un candidato hoy en crisis: Scioli.
Tal vez en esa aspiración haya que encontrar la descomedida actitud de Carlos Reutemann, hoy de la mano con Mauricio Macri, quien le acaba de imputar a Duhalde sus operaciones a favor de Scioli llamándolo “hijo de puta”. Excesiva respuesta para alguien que, al corredor santafesino, sólo le había aconsejado jubilarse.