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La era del conspiracionismo

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Un mundo lleno de incertidumbre favorece el aumento de todo tipo de "teorías del complot". | Pablo Temes

La feroz viralización de todo tipo de fake news anula cualquier tipo de discusión democrática. Mientras que la verificación de las certezas no alcanza para contrarrestar un escenario de sesgos preconcebidos. Se trata de un paradigma oscuro, en el que la polarización extrema se potencia gracias a un mundo de periodistas indignados y un submundo de streamers violentos.

No hay debate; solo hay pasiones. No hay dudas; solo hay vehemencia. No hay consenso; solo hay crispación. La verdad ha muerto: bienvenidos a la era del conspiracionismo.

Hay distintos tipos de conspiracionismo. Y el conspiracionismo se desarrolla fuertemente en la Argentina.

Un tipo de conspiracionistas puso en duda en Argentina la letalidad del coronavirus, aduciendo que en verdad fue un plan orquestado por el Gobierno para mantener a los ciudadanos encerrados en sus casas, impedir la libertad republicana y aumentar el control sobre la población. Estos conspiracionistas advierten, por caso, que las escuelas se cerraron por dos años para evitar la circulación de saberes que permitirían iluminar a la población y así evitar los males que conlleva el populismo.

Otro tipo de conspiracionistas puso en duda en Argentina el accionar de la Justicia, sosteniendo que el Poder Judicial es en verdad un Partido Judicial que pretende arrinconar a un sector de la política, a través del impulso de causas amañadas que no están basadas en pruebas contrastables sino en puras ideologías. Estos conspiracionistas aducen que el objetivo final de esta campaña es encarcelar a cualquier precio a dirigentes que defienden causas populares.

Hay distintos tipos de conspiracionismo. Pero el conspiracionismo no se desarrolla solamente en la Argentina.

El ejemplo más claro de conspiracionismo se evidenció en los Estados Unidos cuando Donald Trump alentó a sus seguidores a desconocer su derrota electoral y los convocó al Capitolio para impedir la asunción de Joe Biden. El asalto al Congreso de Washington fue, sin dudas, el punto más alto de la escalada marcada por esta nueva y problemática era de la sinrazón.

La verdad ha muerto: bienvenidos a la era del conspiracionismo.

Se trata de una nueva clase de conspiracionismo, porque lo más preocupante es que ahora está asociado a los sistemas democráticos. Sucede que n su clásico ensayo de dos volúmenes Las sociedades abiertas y sus enemigos, 1938-1943, Karl Popper argumentó que el totalitarismo del siglo veinte estuvo fundado en teorías que recurrían a complots imaginarios, conducidos por líderes paranoicos predicados en el tribalismo o el racismo.

El filósofo austríaco nacionalizado británico, célebre por haber fundado el falsacionismo y por sus teorías de la falsabilidad y el criterio de demarcación, es el cientista social que más estudió este tipo de comportamientos sociológicos en la edad moderna. Popper desarrolló la expresión de “teorías de conspiración” para criticar la metodología de los que se consideran engañados por el “historicismo”, es decir, la reducción de la historia a una ingenua distorsión de un análisis pueril.

En cambio, la ciencia, argumenta Popper, se inscribe en un conjunto de hipótesis comprobables: aquellas aseveraciones que no admiten ninguna posibilidad de falsación son consideradas metafísicas o no científicas. La tesis que guió a la humanidad desde el fin de los totalitarismos, es la que ahora está siendo discutida.

Ignacio Ramonet ha dado cuenta de este alarmante paradigma en un reciente ensayo, que acaba de ser publicado en Argentina por Siglo XXI Editores. En el trabajo titulado, precisamente, La era del conspiracionismo, el doctor en Ciencias Sociales por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París demuestra cómo se pueden erigir millones de conspiracionistas en todo el mundo, a medida que los activistas digitales cabalgan sobre una sociedad desahuciada y descreída, hasta darle crédito a teorías conspirativas que responsabilizan la raíz de todos los problemas en un mal superior.

La tesis que triunfó desde el fin de los totalitarismos está siendo discutida.

El mecanismo es simple: dirigentes carismáticos que le hablan a un grupo de convencidos, manipulando la verdad, usando el poder de los símbolos, de la oratoria, de las imágenes y de las nuevas redes sociales para su propio beneficio. Son políticos que promueven la relación directa con su público y se presentan como representantes de un “gobierno del pueblo para el pueblo”.

Un universo lleno de incertidumbre es que el permite que proliferen estas “teorías del complot”. La conspiración se convierte así en un proyecto colectivo, elaborado por varias personas que se organizan para actuar juntas contra un enemigo común. Porque, como recuerda Ramonet: conspirar significa, etimológicamente, “respirar juntos”.

Ramonet sostiene que es hora de tomar en serio a estas minorías intensas, que hasta hace poco parecían grupos de marginales pero que hoy se organizan a nivel internacional, ocupando posiciones de poder sin que el sistema político encuentre los anticuerpos para combatirlas. Mientras tanto, por debajo, las ideas racistas y violentas inspiran la formación de milicias y la "justicia" por mano propia. El extremismo ya no es una distopía de ficción: ha comenzado una nueva era.

El ex director de Le Monde Diplomatique advierte que se ha construido un relato político-mítico alternativo fundado en la radical desconfianza de muchos ciudadanos respecto de la lectura de la realidad que proponen los cuatro principales pilares de la racionalidad social dominante: los medios de masas, las elites políticas, los actores culturales y los analistas universitarios.

“Es como si de pronto en la bolsa frenética de las redes sociales, la cotización de la mirada experta o la comprobación científica se fuese desvalorizando y acabase por deformarse  –advierte Ramonet–. Como si para un grupo creciente de ciudadanos, las explicaciones más verificadas y más avaladas resultasen, precisamente por eso, sospechosas”.

Un futuro muy sombrío se avecina cuando no hay espacio para la razón.