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La era digitada

teléfono celular inteligente 20210630
gente hablando o tocando su propio teléfono celular inteligentE | AGENCIA SHUTERSTOCK

Se supone que todo es más veloz, que la memoria es infinita, que los soportes y las plataformas se multiplican, que se accede a todo más fácilmente (cuentas bancarias, productos en Internet, encuentros sexuales); la vida parece un ofertorio continuo de opciones desechables; nuestros dedos se deslizan sobre la pantalla libremente, posándose, descartando, eligiendo. Por fin nos compramos ese libro tan difícil de conseguir, o hacemos match como jugando al bingo, dándonos citas sin acudir, desperdiciando oportunidades que anticipamos fortuitas (la panzada de desencuentros que se hubiera dado el poeta Fernando Pessoa, tan dispuesto a faltar a todas las citas, argumentando que ya “es tarde para estar en cualquiera de los dos puntos donde debía estar a la misa hora, deliberadamente a la misma hora.”). 

El consumo virtual parece infinito. Las oportunidades más diversas al alcance de la mano, la vidriera de las vidrieras, el acceso inmediato, un éxito de compra asegurado rematado con fulgores verde esperanza (eso significa que hicimos bien todos los pasos, y llegamos triunfantes al último, dignatarios de nuestra futura y próxima, incluso rastreable, posesión).

Hasta que la ecuación se invierte y nos engulle lo deseado.

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Borges y la primera vez

Si pedimos unas empanadas, a los pocos minutos nos invaden mails, anuncios en Instagram, de casas que venden las más ricas. Y en lugar de hallar en Google lo que estábamos buscando, las publicidades interceptan la pantalla, desarticulando nuestra lectura, como si se pudiera negociar con la vista en cuestión de segundos.

Empieza así un lento repulgue de los días rellenos de publicidades de lo que se supone que nos gusta. Y terminamos asqueados de nuestras propias elecciones, arrepentidos de haber expuesto nuestras preferencias, comenzando ya a dudar de ellas en busca del anhelo perdido que consiga acallar toda manifestación original y poder empezar de nuevo, yendo a buscar una pizza sin que nadie nos vea. O inventando un recorrido por las librerías porteñas, de las mejores del mundo, con la esperanza de hallar, y siempre se los encuentra, vendedores afables que contagien sus lecturas, sin especular con descubrir el target de nuestro bolsillo compulsivo. Encuentros fortuitos, amenizados por el azar de lo que no esperábamos, porque ningún logaritmo nos alcanza mientras estamos caminando con el destino a cuestas.

¿Pero cómo no ser visto cuando nuestro dedo es el señalador? Sin querer se nos va la yema a un costado de la pantalla, pulsando lo que se nos ofrece como si lo hubiésemos elegido. Fallido táctil. Y entonces parece imposible detener aquello que nos determina. Como si nuestra curiosidad se convirtiera en una condena, transformándonos en seres formateables y predecibles a quienes siempre se conseguirá a fin de cuentas, satisfacer (¡Imposible! cantó Mick Jagger). Como si los deseos fuesen estables, y quisiéramos siempre lo mismo. Como si no supiéramos buscar, entretenidos mientras no encontremos. Como si la subjetividad pudiera ser objetivable. Como si.