Para la satisfacción de los enemigos del status quo, sea el que sea, cuya misión es lograr que las masas copen las calles, reciten cánticos y ‑si creen que pueden salirse con la suya‑ atacar a las fuerzas de seguridad con piedras y bombas molotov, el “espectáculo andante” que es el G20 ha llegado a Buenos Aires para celebrar otra cumbre en la que los “líderes mundiales” transitarán el protocolo para debatir temas de envergadura y finalmente redactar un comunicado relativamente optimista.
En esta ocasión, quizás es pedir demasiado. No solo es Donald Trump un personaje al que le gusta minimizar los modales de lo que se supone que es el consenso internacional, sino que también disfruta de despreciarlos de manera escandalosamente clara. Sus opiniones al respecto de esos temas tienen mucho más en común con la de los manifestantes que buscan sitiar la cumbre que las de sus supuestos colegas. Al menos que decida cerrar su cuenta de Twitter y cerrar la boca durante las reuniones, algo poco probable, Trump, como siempre, domina la cumbre.
El fenómeno global del “síndrome del Trump trastornado”, la noción de que si no fuera por el comportamiento impredecible y disyuntivo del presidente que sería relativamente fácil solucionar los problemas que acechan a la “comunidad internacional”, le ha simplificado la vida a otros líderes al distraer la atención doméstica en sus respectivos países. Aunque la mayoría de ellos tengan poca idea de qué hacer cuando la automatización se devore decenas de millones de trabajos, cómo reducir la brecha económica entre unos pocos y las tan presionadas masas o cómo manejar la tensión social generada por migraciones masivas de países en los que las costumbres son incompatibles con la de sus reacios anfitriones, y muchos otros problemas, siempre pueden ganar unos puntos denunciando la última cadena de tuits trumpista.
En el G20, se espera que el principal antagonista de Trump sea Xi Jinping, el autoritario líder de un país que en el corto plazo tendrá un producto bruto mayor que el de Estados Unidos y que, al menos que tropiece fuerte ‑como bien podría en el futuro no tan lejano‑ podría superar a todo Occidente junto. Para lograr eso, China, con sus casi 1,4 mil millones de habitantes, comparado con los más de 1,1 mil millones de EEUU, Canadá, Australia y Europa (incluyendo a Rusia, Ucrania y Bielorrusia), debería generar una productividad per cápita similar a la de Corea del Sur, un objetivo que ya parece estar al alcance.
Para ese entonces, el mundo será muy distinto. Xi lo sabe. No así Trump, que con buenas razones siente que EE.UU. tendrá que moverse rápido y utilizar la totalidad de sus múltiples activos si aspiran a retener el título de líder mundial por mucho tiempo. Xi considera que su país puede darse el lujo de tomar su tiempo y utilizar una estrategia de largo plazo, aparentando ser lo más inocente posible en los ojos de Occidente mientras acumula riquezas y consolida su poder aprovechando las oportunidades que ofrece el relativo libre comercio.
Los chinos están convencidos de que su momento ha llegado y que los otros van a tener que acostumbrarse. En su barrio han aplicado estrategias agresivas, tomando soberanía de grandes extensiones marítimas ignorando las objeciones de los vietnamitas, filipinos y japoneses al construir bases militares sobre islas artificiales. En su país, buscan “re-educar” a las minorías musulmanas en centros especiales para que étnicamente se parezcan cada vez más a sus compatriotas Han, si pudiéramos usar esa terminología. No hace falta recordar que si un país de Occidente decidiera hacer algo similar la totalidad del mundo islámico reaccionaría con furia, pero como a China le resbalan las críticas, la mayoría de los líderes musulmanes prefirieron mantenerse en silencio.
La globalización y a los que ha dejado en el camino son en gran parte el resultado del crecimiento aparentemente imparable de China. Para países pobres como la Argentina, competir con EE.UU. y Europa Occidental, donde los salarios han sido históricamente más altos, ha sido bastante díficil. Competir con China, en cambio, donde los costos laborales son mucho más bajos, es todavía más complicado. Sin las barreras proteccionistas que enmascaran bajo tratados de comercio, China hubiese dominado la rica industria de indumentaria hace 30 años cuando negocios en Argentina y otros países comenzaron a ofrecer prendas de un nivel aceptable de calidad a precios que, Raúl Alfonsín y otros, denunciaron como criminalmente baratos. También fueron bloqueados otros países de avanzar en lo que veían, junto con la mayoría de los economistas especializados en desarrollo, asumían que eran sus mercados naturales. Para suerte de los rezagados, hoy China sigue avanzando y le dejó esas tareas a países de mano de obra barata como Bangladesh.
Argentina y Brasil han descendido a la misma división. En este contexto, ninguno de los dos países está en condiciones de construir una base industrial que pueda competir con la china, la de Japón, América del Norte o Europa. Más allá del disgusto de los nacionalistas, quienes por décadas priorizaron la industrialización, ambos países tendrán que agregarle a los ingresos de exportación de productos agrícolas y de recursos naturales los provenientes del turismo y lo que se conoce genéricamente como servicios, los cuales en su mayoría dependen de una mano de obra con altos niveles educativos.
El desafío que es China para el resto del mundo es enorme, y no solo por la cantidad de chinos que hay, sino porque además muchos de ellos tienen la determinación de aprovechar sus múltiples ventajas competitivas.
Como los alemanes y japoneses del siglo XIX, aprecian que el “capital humano” es su mayor activo y por ende están haciendo todo lo posible para desarrollarlo al máximo. Aunque en China no existen tantos aficionados de lo que desdeñosamente llaman “grievance studies”, actualmente hay un gran número de jóvenes que están encantados con las ciencias duras, la ingeniería y otras carreras demandantes, como también aprender inglés o, con todo el talento y práctica que ello implica, tocar música clásica europea que, felizmente, ha encontrado un nuevo hogar en Oriente.
Jorge Fontevecchia se encuentra en Brasil por la celebración de los 25 años de Caras Brasil.