Cierta imaginería popular le concede a Daniel Scioli dos condiciones. Una favorable, otra poco honrosa. Se lo considera, por un lado, un sujeto afortunado, constituido en amianto, blindado, capaz de soportar vendavales y flotar siempre, incansablemente, como una boyita en la laguna. Le apetece a Scioli vestirse con ese ropaje, supone que protagoniza un film de Hollywood sobre la no rendición. Candidato deportivo.
Pero, al mismo tiempo, otro juicio adverso y contradictorio lo describe: medroso, sometido, poco escrupuloso para subir o mantenerse en el poder, complaciente y sumiso como si lo gobernara el síndrome de Estocolmo, rehén de sus secuestradores dueños, Cristina. Este costado humillante que lo degrada no es de su patrimonio exclusivo: lo comparte con quienes lo ultrajan, con los que lo han rebajado y siempre se reconocen diferentes de él, por supuesto mejores. Ejemplo: el desprejuiciado matrimonio oficial que en varias ocasiones debió resignarse a elegirlo a pesar del desprecio, como pareja imprescindible para ganar los comicios (vicepresidente, gobernador bonaerense y hoy candidato a la Casa Rosada).
En la misma senda altiva y de rechazo se anota su compañero de fórmula, Carlos Zannini, quien se vanagloria de exhibir otras conductas éticas, costumbres menos vulgares (aunque en los últimos tiempos ha incursionado en la hechura de ciertos negocios). Pero ahora, ante la zanahoria del premio, se adaptó acomodaticio a la doctrina de conveniencia que se le imputa al hombre de La Ñata y, con una velocidad asombrosa, hizo un curso acelerado de sciolismo explícito –versión política de cinismo– en menos de veinte días. Basta reparar en ciertos episodios.
Le toca a Zannini representar al justicialismo, el mismo gobierno democrático del general Perón que lo apresó y lo mantuvo enjaulado desde 1974. El paso de los años lo redime de esa curiosa voltereta, nadie sabe si cambió él o el partido. Sí, en cambio, sorprende otra aceptación de dos platos indigestos. Uno, con gesto oriental, estoico, casi sonriendo: debió tragarse en público que su jerarquía virtual, Scioli, expresara un reconocimiento elogioso a Carlos Menem, de quien el funcionario legal de Cristina (como toda su administración) hizo culto con el escarnio. Al revés de los Kirchner, por su formación, menemismo para él es sinónimo de pequeña burguesía, liberalismo extremo, el Imperio bajo todas sus formas, sus enemigos desde la cuna. El gobernador justificó sus palabras, agradecido con el riojano que le encontró una salida laboral luego de que perdiera un brazo en un accidente de lancha. Zannini, en cambio, guardó silencio, impasible, soportó el trompazo ideológico a su militancia histórica como si algo hubiera olvidado en las escaleras soñadas para la Casa Rosada. Billetera mata galán.
La otra indigestión asimilada sucedió unas horas más tarde, al mejor estilo Scioli –o al estilo que el kirchnerismo le obligó a aceptar al forzado delfín con alguna perversión e indisimulado capricho–, cuando tarareó el himno que lo habrá de acompañar en su campaña, en esas pegadizas melodías habituales que compuso para su amigo Scioli Ricardo Montaner, un cantante de Berisso que se hizo famoso en el Caribe, más precisamente en Venezuela. Justo a Zannini le toca entonar, disfrutar y moverse con ese engendro de la discografía de mercado cuando, es fácil imaginar, su vida debe haber estado animada musicalmente por Los Olimareños, esa combinación uruguaya de protesta, vanguardia y armonías camperas. Además de estético, el mandoble a su personalidad lo afecta políticamente: Montaner, con valentía infrecuente en los cantantes, rechaza y cuestiona al gobierno chavista de Maduro, se fotografía con carteles reclamando la libertad de los presos políticos en ese país, adhiere a opositores como Leopoldo López. Justo también ese desafío a quien representa a un gobierno ignorante de esas represiones arbitrarias, que más bien las bendice con el silencio. Nada dice tampoco Zannini de su leitmotiv musical, del presunto derechista que lo hace cantar, copia discretamente a su jefe en el binomio, por llegar a vice se muerde la lengua, traga el ricino por litros, se tapa los ojos, olvida lo que fue y eventualmente es.
Otro traspié. Hay quienes conjeturan que la partida del general César Milani, su protegido informante, también se inscribe en los últimos y sucesivos traspiés de Zannini con su propio comportamiento, con la tarea de espionaje y operaciones desdorosas que desarrollaba el militar (quien reportaba a él y no al ministro de Defensa, Agustín Rossi). Y que se tragó la medida del despido –y la ejecutó– a disgusto, cuando en verdad debe haber participado en el operativo en las sombras que rodeó al jefe del Ejército desplazado, investigando al investigador, escuchando y siguiendo al dueño de las escuchas, como si fueran parte de aquel memorable y añejo film La conversación. Le hicieron pagar su autonomía, esa pretensión de poder excesivo, esa voluntad de continuarse a sí mismo con Scioli al menos –con quien coqueteaba desde el día posterior al Ejército, el año pasado, logrando que éste considerara necesario retenerlo en el cargo– reuniéndose con periodistas, jueces y empresarios que la Presidenta considera indeseables, en ocasiones en el departamento de su consuegro, de apellido Miró, cordobés, y algo más que amigo de José Manuel de la Sota.
En esos informes comprometedores sobre los movimientos de Milani –que el militar alude como “traición”, lo que viene a ser una paradoja con su actividad– les asignan participación a viejos y nuevos espías de lo que era la SIDE, ahora encumbrada en febril actividad y ninguna ignorancia al general Luis María Carena, jefe del Estado Mayor Conjunto, confidente de Zannini hasta matrimonialmente, ya que las parejas de ambos –cuando no disponen de crisis– se reúnen con bastante habitualidad. El ahora cándido Milani debe reconocer una frase que suponía dominar como parte de su caída y la cual, también, les cabe a los últimos actos de Zannini reprochables con su origen: es la política, estúpido.